Carlota Thumann

Una joven esta sentada en la cubierta de un transatlántico y lee un libro. Está sola. Las tumbonas de al lado están vacías. Con su blusa clara de manga corta, su falda plisada oscura y larga y sus calcetines blancos, parece contenta. Un día cálido, sin viento ni nubes. Tal vez el barco hacía tiempo que había pasado el ecuador y ya había llegado al verano austral. Esta joven no era una turista, no estaba en un viaje del que se regresa al punto de partida. Esta mujer había salido de Alemania hacia Paraguay respondiendo a la invitación de un amigo por correspondencia. El la esperaba en una Sudamérica que ella no conocía. En su equipaje llevaba unas maletas para ella y una enorme caja para la familia de su anfitrión, Heinz Thumann. Quizá el libro que leía era un guía de viajes. 

Lotte Fröhlich, o Carlota Thumann, como se llamaría más tarde, tenía entonces veinte años, era independiente y aventurera. El barco se dirigía a Buenos Aires, la capital de Argentina, por el Río de la Plata. Era 1937, dos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

¿Por eso sus padres de Colonia habían dejado marchar a la joven? ¿Querían darle una vida mejor?

Heinz Thumann vivía como emigrante en Paraguay. Había oído hablar de Lotte a través de la correspondencia de un amigo y la invitó sin más. Esto estaba relacionado con su esperanza de que Lotte pudiera casarse con él. Pero Heinz se convirtió en Hans, porque Lotte se enamoró de su hermano. Se casaron y se establecieron cerca de Asunción. Hans no ganaba mucho, Lotte cosía ropa, hacía la compra, esperaba el nacimiento de los niños y luchaba contra los mosquitos en el clima subtropical. Cerraba las ventanas y cubría las cunas con sábanas finas, pero aun así no pudo evitar que uno de sus hijos y su marido contrajeran la malaria. En la selva del sur de Asunción no había médicos ni medicamentos. Sólo una dosis muy precisa de Chinin decidía entre la vida y la muerte, Lotte fue cauta y confiada. Lo consiguió y salvó la vida de ambos.

Después se trasladaron a Misiones, en el norte de Argentina, y nacieron dos hijos más. Los peligros del clima subtropical y los esfuerzos asociados a él tampoco habían cambiado allí. Por ello, la familia partió en busca de un entorno más agradable. En 1948, Hans Thumann viajó a San Martín de los Andes, una pequeña localidad de los Andes del norte de la Patagonia de la época. Carlota siempre recordó con cariño el momento en que miró desde un camión el pueblito, a pocos kilómetros de distancia, y pensó con alegría, allá abajo está nuestra casita, nuestro nuevo hogar para toda la familia. 

Fue el 4 de noviembre de 1949, cuando llegó con dos de sus hijos, Gerhard y Elmar. Hans la siguió más tarde con los otros dos niños. 

San Martín de los Andes ya tenía sus primeras pistas de esquí y a los turistas de la capital les gustaba visitar el pueblo. Hans montó un negocio de fotografía, Carlota se ocupaba de la casa pero ayudaba a revelar películas por las noches. Así descubrió su amor por la fotografía. 

Su casa con el estudio fotográfico sigue en pie en el pequeño pueblo y, si se mira con atención, se pueden ver las palabras «Foto Thumann» escritas en letras grandes en una pared encalada. «Foto Thumann». 

Carlota pronto empezó a hacer fotos por encargo para pasaportes, bodas, fiestas escolares, bautizos y otras celebraciones, e incluso para funerales. El cementerio del pueblo estaba un poco más arriba, en la misma calle. Y cada vez que el cortejo fúnebre pasaba por delante de su estudio fotográfico, se detenía, Carlota salía de la casa, se abría el ataúd y se hacía una última foto. El vecino parque de la ciudad servía a menudo de telón de fondo para las fotos y pronto Carlota se adentraba en los bosques de los alrededores y subía a las montañas sola, con su perro o con amigos, siempre con su cámara.

Carlota se sintió como en casa en San Martín de los Andes. Rápidamente se involucró en la vida social de la pequeña ciudad, cantando, bailando y riendo. El estudio fotográfico se convirtió en una tienda de fotografía. Los Thumann vendían cámaras a los turistas, y los que no podían permitírselo compraban carretes para que los fotografiaran otros. Hacían el mejor negocio en invierno, cuando los visitantes del norte que nunca habían visto la nieve venían a hacerse fotos en la blanca belleza. 

Hans dejó a Lotte y se trasladó a Junín de los Andes con otra mujer, pero le dejó el negocio a ella, que ahora tenía que criar sola a sus cuatro hijos. Lejos de las grandes ciudades, Lotte tenía que hacer gran parte del trabajo sola. Seguía cosiendo ella misma la ropa de sus hijos, cocinaba, hacía los deberes y trabajaba en el negocio de la fotografía para mantener a la familia a flote. Escuchaba la radio, leía el periódico y siempre estaba informada. 

La observación atenta y tranquila de Carlota del ambiente cada vez más familiar del norte de la Patagonia, con su gente, sus animales, sus plantas, el lago y el cielo, captura por primera vez lo que una mujer mira para nosotros desde esta parte del mundo. Ella decide lo que es importante para ella y lo que debemos ver hoy. La luz de la Patagonia la ayuda a captar los aspectos plásticos, reales, dinámicos y a veces místicos de su entorno, como aquí, en el Lago Lacar, el lago de San Martín de los Andes. 

Las fotos de Carlota, la mayoría en forma de negativos en posesión de sus hijos, no sólo son un documento de su época e importante para la historia de Argentina, sino que también permiten vislumbrar sus dotes artísticas. Los más de mil negativos aún no han sido digitalizados, clasificados y analizados. 

De vez en cuando se descubren fotos de Carlota Thumann, pionera en su oficio, en libros de fotos, biografías o descripciones del pasado de San Martín de los Andes. 

Su hijo Gerhard aprendió fotografía de ella y tomó el relevo. Regresó durante un tiempo a la ciudad natal de su madre para trabajar en un estudio fotográfico de Colonia llamado «Foto Stein». Se suponía que iba a ser representante de Agfa Gevaert en Argentina, pero entonces habría tenido que vivir en Buenos Aires. Pronto regresó a San Martín de los Andes. Carlota visitó varias veces a su familia en Alemania. En 1984, aceptó una invitación de la exposición internacional de fotografía «Photokina» de Colonia. Tres años más tarde, visitó a su familia por última vez.

Carlota está sentada en una piedra, lleva un jersey de lana de punto casero con motivos noruegos, pantalones oscuros ajustados y botas de montaña. Un inmaculado cuello blanco sobresale del escote de su jersey. A Carlota le gusta llevar blusas, para todas las ocasiones y en todas las estaciones. Sostiene su cámara con una mano y apoya la cabeza con la otra, con el codo apoyado en la rodilla de su pierna flexionada. Mira a lo lejos, casi soñando, pero con la mirada clara. Al fondo se ve un valle apacible, aún cubierto de nieve, con colinas oscuras detrás y el Lago Lácar, tras cuyas orillas se alza la cordillera de los Andes. Está al borde del camino al Cerro Chapelco, hoy estación de esquí de la región. Siempre amó estas montañas, el lago y los bosques; se sentía como en casa. Murió aquí en 2009, a los 92 años. 

Hoy, su obra necesita ser analizada, evaluada en su contexto histórico y publicada más allá de Argentina. 

Gracias a la intensa y detallada investigación de la historiadora argentina Ana María de Mena, biógrafa de Carlota Thumann, hay ensayos y entrevistas en libros, periódicos y revistas en español. Susana Schier, nuera de Carlota Thumann, está trabajando en la digitalización y clasificación del gran número de negativos. También nos gustaría darle las gracias por publicar las fotos en esta entrada del blog. 

"El tiempo lento" de Benjamin Reynal

El 1 de septiembre de 1998, a las 8 de la mañana, Benjamín Reynal, de 23 años, partió con sus dos caballos "El Pampa" y "Rosillo" hacia el norte de Argentina para conocerse a sí mismo y a su país.

Tenía en mis manos el libro de Benjamín titulado "El tiempo lento" y leía estas líneas impresas en la contratapa. Personalmente, conocí a Benjamín Reynal en un café del lago Gutiérrez. Actualmente él vive con su familia en Bariloche, ama el lago y la montaña y es escritor, bombero voluntario y empresario. En ese orden, me había recalcado. Nos volveríamos a ver después de que yo hubiera leído "El tiempo lento", tal como habíamos acordado. Cuando estaba yendo a su encuentro recordé cuándo y cómo supe por primera vez de Benjamín Reynal. 

Había sido en uno de mis viajes de Bariloche a Alemania, probablemente hace tres o cuatro años, pasé un día en Buenos Aires y tuve tiempo suficiente para visitar la librería más grande y hermosa de la ciudad, El Ateneo, reconstruída en lo que fue un antiguo teatro. Entre los más de dos mil libros, fotolibros y mapas, me llamó la atención uno en particular. "Contra el fuego - Incendios, catástrofes y rescates desde la perspectiva de un bombero", de Benjamín Reynal, bombero de Melipal, un barrio de Bariloche. Lo compré, lo leí en mi casa en Alemania, me fascinaron sus descripciones, investigaciones y reportajes, y también sus experiencias, su proximidad a catástrofes, crisis y situaciones que ponen en peligro la vida. Los incendios forestales son una amenaza recurrente en los alrededores de Bariloche en verano y los rayos o los incendios mal apagados suelen ser la causa y nos aterrorizan a todos. Yo misma tengo miedo del cielo al rojo vivo, del aire cuando huele a humo o de las nubes oscuras moviéndose en el cielo, cada vez que hay un incendio en algún lugar próximo, escucho constantemente las noticias o llamo por teléfono a amigos que tal vez saben más que yo. 

Cuando el año pasado se declaró un incendio en el Parque Nacional Nahuel Huapi, la única forma de llegar al bosque en llamas era a través del lago y los bomberos estuvieron en trabajando durante semanas hasta que una lluvia redentora acabó con el peligro. Me acordé del escritor y bombero de Melipal y me pregunté si habría estado en esa misión. Había olvidado el título y el nombre del autor, y el libro “Contra el fuego“ hacía tiempo que estaba en el fondo de una caja de mudanza en el sótano de la casa de una amiga en Alemania. 

Los argentinos tienen un día especial para casi todo y todos, incluido "El día del bombero" y cuando me enteré de esto me acordé del libro y empecé a investigar: "Bombero, libro, Melipal". Con estas palabras clave, encontré los datos de contacto de Benjamín Reynal, le escribí un mensaje, me contestó y unos días después estábamos sentados en el Café Local de Lago Gutiérrez. 

En ese encuentro Benjamín me habló de su segundo libro, mucho más personal. En él narra la historia de cuando era jóven y cabalgó más de cinco mil kilómetros por quince provincias de Argentina a lo lardo de durante nueve meses. Aquello lo había marcado. Era una distancia en el espacio y en el tiempo que lo había cambiado. Tenía recuerdos que no desaparecían, experiencias que quería nombrar, momentos únicos que no habían vuelto a aparecer en su vida. Más de veinte años después, se sentó ante su escritorio y empezó a revivir todos aquellos días y noches a través de la escritura. 

“Tenía un buen recado, cojinillo y mandiles, dos bozales de cuero crudo, un par de maneas y un freno liviano. En un pequeño par de alforjas entraba toda mi carga, que no pesaba más de doce kilos, donde llevaba una muda de ropa -que incluía el viejo suéter de lana de mi época de colegio- y un botiquín de primeros auxilios con lo básico…. Llevaba también una linterna, una agenda, un radio de bolsillo y una muy pequeña máquina de fotos; por todo cubierto llevaba un cuchillo en la cintura; y el mismo jabón desinfectante para la ropa, los caballos y yo. Debajo del cojinillo iba atada una cartuchera de cuero con un revólver Colt.38. Pór último, una capa de lluvia y un poncho de lana, y exactamente nada más”.

Lo que me fascinó desde el primer capítulo fue la enorme hospitalidad de la gente que acogía al joven jinete en sus casas. Benjamin siempre llegaba por la noche a algún lugar después de una larga cabalgata. En una estancia, una casita abandonada, una escuela, un establo, en un pueblo o simplemente en un potrero. Rara vez pasaba la noche al aire libre, normalmente podía hablar con alguien. Se acercaba a la gente y pedía alojamiento para él y sus dos caballos. Siempre le ofrecían un techo, comida, bebida para él y para los caballos. En algunas regiones reinaba la pobreza y, sin embargo, los habitantes compartían con él la cena, a veces incluso renunciando ellos mismos a su última hogaza de pan. Le daban ropa seca, le ofrecían la cama de los niños que tenían que dormir en otro sitio, le hacían regalos al despedirse y les habría encantado retenerlo unos días más. Algunos cabalgaron con él un rato antes de volver a casa. El propio Benjamin se sintió abrumado por esta generosidad. No se lo esperaba, y de vez en cuando se avergonzaba de haber cabalgado con tan poco. No llevaba nada consigo que pudiera haber regalado, de lo que pudiera haber prescindido. 

Estas personas vivían de una abundancia que no podía medirse. Benjamin experimentó una bondad que le conmovió hasta lo más profundo, que lo había cambiado. Así lo describe en su libro. 

Había una frase en particular que me llamó la atención.

"Uno se siente bastante libre siendo nadie en un lugar".

Durante el día Benjamin estaba viajando sólo. A veces preguntaba por direcciones y recibía todo tipo de respuestas. Evitaba las carreteras asfaltadas, buscaba caminos desiertos, galopaba en las horas de la mañana y caminaba lentamente en las horas del crepúsculo. Eran horas de soledad cada día. Durante ese tiempo estaba consigo mismo. El borde del camino se movía lentamente, lo que estaba más lejos no parecía moverse en absoluto. Lo que decidía, lo decidía sólo para sí mismo. Lo que pensaba, lo pensaba sólo para sí mismo. Y a veces la inmensidad era tan absorbente, el horizonte tan lejano, que se disolvía en el momento. Entonces no era nadie y era libre.

En otra parte lo describe así:

“Creo que hay situaciones en la vida que son para vivirse exclusivamente en soledad, momentos que no se deben ser interrumpidos. Hay soledades forzadas y tristes…,. Pero hay otra soledad que fortalece, que nos hace independientes, que nos enseña a hacernos cargo de nosotros mismos. Una soledad que nos da tiempo para cultivar la templanza, para separarnos de lo cotidiano y para reflexionar.”

Benjamin se vio envuelto en situaciones peligrosas unas cuantas veces, para él y para sus dos caballos. Afortunadamente, nunca necesitó su revólver. Tuvo que atravesar ciudades, cruzar puentes, pero sobre todo cabalgó por campos abiertos, lo más cerca posible de la naturaleza. En las épocas en que el sol estaba en su punto más alto, enero y febrero, salía cada vez más temprano por la mañana para escapar del calor del día, hasta que decidió cabalgar toda la noche y descansar durante el día. Así llegó más lejos. 

¿Es posible avanzar más despacio que el tiempo? Quizá sólo caminar sea más lento que cabalgar. ¿Y cómo medir el tiempo? ¿Cuántas horas llevaba viajando? ¿Y cuántos kilómetros había recorrido? ¿Y eso era importante?

A veces preguntaba por direcciones y recibía todo tipo de respuestas. 

“El paisano no conoce tanto la distancia en kilometros, sino en horas de tranco o de galope, así que observa tu caballo y, dependiendo cómo lo encuentre, hace su mejor cálculo. Esto es algo que siempre me pareció gracioso, porque vendrá a ser similar a que te digan: “Para él son dos horas, pero para vos que estás más gordito son tres”. Uno pide un dato y responden con una opinión.”

Cuando Benjamin regresó a su punto de partida al cabo de nueve meses, había experimentado tres cambios de estación, cabalgado por quince provincias, recorrido cinco mil kilómetros, hecho amigos, estaba infinitamente agradecido a sus caballos y albergaba una riqueza interior, una abundancia que no se puede medir. Estas experiencias no deberían perderse. Pero pasaron más de veinte años antes de que se decidiera a escribir sobre ellas. "La distancia revela", escribe cuando habla de lo que le produce la inmensidad.

Pero incluso estos veinte años de distancia hacen que el texto no sea sólo una bella descripción, no sólo recuerdos escritos, no sólo un pedazo de la historia argentina, sino que todo ello se entrelaza con las reflexiones del autor de hoy para crear una historia maravillosa y conmovedora. 


Ambos libros "Contra el fuego", de la editorial Planeta y "El tiempo lento", de la editorial En Gerundio están disponibles en la librería Cultura de Bariloche, pero también en todas las demás librerías del país. 

Las fotos han sido cedidas amablemente por Benjamin Reynal. 

Rubén Hidalgo un bandoneonista de la Patagonia

 Dos amigas me invitaron un domingo a almorzar a la estepa, junto a una laguna próxima a una antigua estación de ferrocarril donde ahora funciona una Parrilla, un restaurante donde sirven asado, o sea carne cocinada a fuego directo. Acepté, salimos de la pequeña ciudad y rápidamente nos encontramos en medio de la nada, había viento, estaba seco y polvoriento. 

 El asador está cerca de las vías del tren, un tren pasa por aquí una vez a la semana de camino al sur. Algunos niños depositan monedas en las vías, para que el tren las aplaste y luego venden o regalan sus tesoros a los huéspedes de la estación, que toman el té en la antigua sala de espera reconvertida y comen sones y deliciosos pasteles. Pero nosotros estábamos allí para almorzar, así que nos dirigimos al gran comedor del restaurante y tomamos asiento. 

Ni bien llegamos descubrí un pequeño escenario con un micrófon y altavoces en el otro extremo de la sala. Habría música, pensé, y justo un señor empezó a tocar. Música de bandoneón, sonidos que reconocí de las calles de Buenos Aires y que enseguida me pusieron de buen humor. Me levanté para ver más de cerca lo que estaba escuchando. Tocó un tango, luego un chamamé y otro tango. Tocaba suavemente los botones blancos a ambos lados del bandoneón, que parecía respirar con el ritmo de apertura y cierre. A veces eran movimientos largos y profundos, como un suspiro, y otras veces cortos y rápidos. Algunos temas los tocaba él solo, otros, estaba acompañado por un guitarrista y una joven con un moderno acordeón rojo brillante. A menudo parecía enfocar directamente a sus oyentes, en otros momentos, sonreía y sus ojos brillantes miraban felices a lo lejos, aunque su música fuera a veces triste. 

En un breve descanso, tuve la oportunidad de hablar con los músicos y quedé con Vanina, la joven, y Rubén, el bandoneonista. 

Una noche de la semana siguiente, me reuní con ellos y Rubén me habló de su bandoneón, de la historia de su vida y de su amor por la música argentina. 

Se había cubierto las piernas con un paño de terciopelo rojo oscuro con sus iniciales y, poco a poco, abrió con cuidado un estuche negro, sacó el bandoneón con las dos manos y lo colocó sobre sus rodillas. Sonaron las primeras notas. 

"Mi padre me regaló este bandoneón el 11 de noviembre de 1947, cuando yo tenía diez años y ya había tomado algunas lecciones. Al principio quería tocar la guitarra. Mi madre me había llevado a una escuela de música pública cuando de repente oímos una voz de radio en la calle a través de una puerta de entrada abierta. Anunciaron que el curso de guitarra estaba completo. Podíamos volver a casa. Sin embargo, seguí con la música y pensé en comprar el bandoneón que había visto en la casa de un vecino mayor. Mi padre trabajaba en el ferrocarril y casi nunca estaba en casa. Pero en una de sus visitas, volvió con un bandoneón de segunda mano que había comprado a un amigo. Era un "Doble A", llamado así por su fabricante alemán Alfredo Arnold. 

Aprendí nota a nota, botón a botón, tono a tono. Hasta que dominé todo el teclado. Cuando la mano derecha podía tocar, la izquierda practicaba. No era fácil abrir y cerrar el fuelle sin mirar los botones. Primero toqué un vals, luego un tango, ritmos muy diferentes. Pronto actué en bodas con mi profesor. En pantalón corto, chaqueta azul y camisa blanca, siempre bien vestido. Así que tocar el bandoneón se convirtió en mi modo de vida, mi pasión". 

El primer bandoneón se fabricó en Carlsfeld/Sajonia (Alemania) ya en 1854. Ernst Louis Arnold compró la empresa, de la que se hizo cargo su hijo Alfred Arnold en 1911. Se creó la marca AA, conocida en Argentina como "Doble A", que rápidamente adquirió fama mundial. A principios de los años 30, la empresa producía más de 600 bandoneones al año y exportaba la gran mayoría de sus instrumentos a Buenos Aires hasta la Segunda Guerra Mundial. El "Doble A" era un instrumento hecho a medida para los intérpretes de tango de Sudamérica; su tono agudo no se adaptaba a la música folclórica europea. Para los músicos argentinos, sin embargo, este sonido era único. En Buenos Aires, el bandoneón con las dos A`s curvas se fusionó inicialmente con el tango, y más tarde con el folclore del país. 

Rubén Hidalgo se trasladó de Entre Ríos a Buenos Aires, donde actuó en escenarios y en la radio. Sus primeras giras de conciertos por Paraguay, Uruguay y Brasil lo hicieron famoso. Pudo vivir de su música, algo que no todos los bandoneonistas pudieron hacer. Rubén sabía -por Jorge Weckesser, uno de los restauradores y afinadores de bandoneones más conocidos en los años ‘50 y ’60-, que había muchos intérpretes que nunca usaban su instrumento porque no podían permitirse las reparaciones. 

Rubén llevó su instrumento al taller de bandoneones de Buenos Aires por última vez en 2018. "Los fuelles son lo más sensible, este sigue siendo el original, solo había que repararlo de vez en cuando", me dijo. Los sesenta y seis botones de nácar seguían, todos, en buen estado. 

"Vine a Bariloche en 1977. Si me hubiera quedado en Buenos Aires, tal vez hoy más gente me conocería y me respetaría, y tal vez tocaría mis composiciones", me comentó con cierta melancolía. 

Yo ya conocía algunas de sus piezas, por haberlas escuchado en la estepa. "Otoño in Nagaski", un tango que había escrito en uno de sus muchos viajes a Japón, me había llamado especialmente la atención, al igual que el chamamé "Río Limay", dedicado al río que nade del lago Nahuel Huapi. 

Rubén tiene ochenta y seis años y es ciudadano illustre de la ciudad de Bariloche. Su hija menor lo acompaña a veces con el violín. Sigue tocando todo de memoria y cada vez se le iluminan los ojos, se ríe y se alegra cuando suena el celular y toma otro pedido para él y su guitarrista. 


Carol Jones, una vida entre los Andes y la estepa

 Ya había oído hablar de Carol Jones y de su estancia Nahuel Huapi, la que está al otro lado del lago, junto a la conocida estancia Fortín Chacabuco, donde yo había estado de visita tantas veces. 

Ya sabía que Carol, a pesar de su nombre inglés, es argentina, tiene familia y vive y trabaja allí. Pronto la conocería en persona. 

Carol tiene dos hijos adultos, más de veinte caballos y vive al borde de la cordillera de los Andes, en la estepa seca, entre colinas y rocas. Le encantan sus caballos y ofrece cabalgatas en verano, paseos en pequeños grupos, de media jornada, jornada completa o incluso más, con pernocte en tiendas de campaña. Tomás y yo optamos por una cabalgata de medio día seguida de un asado. 

Estancia Nahuel Huapi


Para llegar a su estancia, tuvimos que cruzar al otro lado del lago y atravesar Bariloche, siempre por la orilla, dejando atrás las montañas. En Dina Huapi -lugar donde se habían asentado colonos daneses hace más de cien años-, nos detuvimos a tomar un café en una gasolinera. 

Tras recorrer otros tres kilómetros entre amapolas anaranjadas en flor, llegamos al lugar donde el río Limay nace del lago Nahuel Huapi. Justo allí se desborda el lago, de un azul oscuro profundo y surge este ancho río de aguas turquesas, claras y burbujeantes, con una fuerte corriente. En este punto suele haber pescadores con mosca, es demasiado peligroso para nadar, pero a veces veo barcas de rafting. El invierno pasado fue largo y nevado y las orillas del río seguían altas. Eso fue bueno. 

Rio Limay

 Después del puente, pasamos por un control policial, el punto de cruce entre la provincia de Río Negro y la de Neuquén. A lo largo de muchos kilómetros el río Limay forma la frontera entre las dos provincias. Se puede pasar simplemente en coche. Si se mira a la izquierda poco después de cruzar el río, se tiene una vista maravillosa de Bariloche y la cordillera de los Andes detrás, y en un día claro se puede ver la montaña más alta de la región, el nevado Tronador con sus tres picos: el Argentino, el Chileno y el Internacional. No hace mucho que vivo en esta región, pero cada vez que veo el Tronador, sé que estoy en el lugar correcto, al otro lado del mundo, la vista de esta montaña me da la sensación de estar en casa, de reconocer y llegar, de descansar después de un largo viaje. 

Mis ojos se calman en la enorme extensión, mi atención recorre el lago hasta la otra orilla. Aquí parece no haber horizonte, no hay una línea por encima de 

la cual mi visión pueda disolverse en la nada. Cada mirada encuentra algo: detrás de la superficie lisa del lago se alzan las montañas y sobre ellas se eleva el cielo. Una y otra vez encuentro una pista para descubrir algo, una cima o un campo de nieve, una formación rocosa, hasta a veces veo nubes que parecen ovnis. Una vez cada quince días veo un avión en el cielo. 

Entonces esta imagen va desapareciendo lentamente detrás de nosotros y tras una ligera cuesta nos adentramos en un mundo diferente: una estepa estéril de color amarillo verdoso con rocas de color marrón rojizo, parecidas a volcanes, que más tarde supe que todas tienen un nombre. Es como sumergirme en algo completamente nuevo, suave, algo que nunca antes había experimentado, otra forma de ser, como si me acercara un poco más a una verdad o a un secreto. 

Respiro hondo, piso el acelerador, abro la ventanilla y le pregunto a Tomás si el paisaje, el aire y el cielo no parecen aún más secos y claros y bellos al tacto.

Después de girar a la izquierda en dirección a Villa La Angostura, tuvimos que prestar mucha atención para no pasar de largo por la entrada de la estancia que queda a mano derecha de la ruta. Tuvimos suerte y poco después nos encontrábamos frente a la tranquera de madera. Tomás bajó del auto, la abrió, yo pasé y antes de subir al auto, volvió a cerrarla. Poco después de la tranquera, un gordolobo seco (Verbascum) nos saludó al borde del camino como un centinela. Esta flor, que crece verticalmente en el aire, debe su nombre a que antiguamente se rociaba con cera y se utilizaba como antorcha. Es una especie protegida en Europa. 

El camino tenía cada vez más baches y las huellas eran cada vez más profundas, pero pronto vimos una casita de madera y los corrales. Aparcamos el coche a la sombra de un árbol, salimos y Carol se acercó a nosotros con un brillo en los ojos.  

"Bienvenidos a la Estancia Nahuel Huapi", nos saludó con un beso en ambas mejillas. Miré a mi alrededor y recordé lo que había leído sobre esta zona y la estancia unos días antes. 

El abuelo de Carol, Jarred Augustus Jones, nacido en 1863 en Texas, Norteamérica, había abandonado su hogar de joven y viajado hacia el sur y llegó a Buenos Aires en 1884. Allí conoció a vaqueros norteamericanos con ideas afines que buscaban trabajo para probar suerte en la Patagonia. Al principio se estableció en la Estancia Leleque, en la provincia de Chubut, para quienes arreó enormes rebaños de ganado desde Carmen de Patagones, en el sur de la provincia de Buenos Aires, hasta el norte de la Patagonia. Así conoció la zona del lago Nahuel Huapi y decidió quedarse allí. Al principio, aceptó trabajos en las estancias existentes y trabajó para empresas inglesas, pero pronto montó su propio negocio. En 1884, cuando el gobierno argentino ofreció las tierras conquistadas a los indígenas para ser explotadas, Jarred Jones fundó una estancia de 10.000 hectáreas a orillas del lago Nahuel Huapi. 

Pero ahora Carol, su nieta, estaba ante mí con su pelo oscuro entrelazado en una larga trenza. Su rostro bronceado era radiante, sus rasgos profundos y los numerosos y pequeños hoyuelos hablaban de una vida al aire libre azotada por el viento, agotadora y excitante, encantadora y quizá a veces solitaria, pero libremente elegida y conscientemente decidida. Llevaba un chaleco claro y un pañuelo sobre la blusa de manga larga, pantalones azul oscuro y robustos zapatos de cuero. 

Cuando Carol giró su cabeza, descubrí unas plumitas clavadas en una cinta de su sombrero y me di cuenta de que llevaba un "Lagomarsino", una marca de sombreros muy conocida en Argentina, usado por el cantante de tangos Carlos Gardel y muchas otras personalidades famosas. 

Matías y Tomás también lo habían usado cuando eran niños en una cabalgata que hicieron con Martín durante diez días por los Andes a 4.000 metros de altura. En esa ocasión siguieron los pasos del general San Martín que en 1816 había cruzado la cordillera junto con su ejército para liberar a los chilenos del gobierno español. El sombrero les protegía del sol y de los fuertes vientos, y se ajustaba a la cabeza con una correa de cuero. Ahora los dos sombreros reposan en una estantería de su casa en Düsseldorf. 

Una pequeña anécdota para explicar por qué para mí estos sombreros aparece cada tanto en mi camino: el año pasado, cuando regresaba de Alemania a Bariloche y pasé un día deambulando por Buenos Aires, me fijé en la puerta de entrada abierta de una opulenta casa de la ciudad. Entré e inmediatamente se me acercó una amable joven que me dijo que la visita pública no era hasta la tarde. Me picó la curiosidad y me ofreció una breve visita privada a la casa. 

Por casualidad, había ido a parar al que había sido el domicilio particular de Carlos Lagomarsino. Me contó el amable joven que poco después de su llegada a Buenos Aires, Carlos Lagomarsino montó un puesto de pizzas a la 

calle. Tenía un empleado que empaquetaba las pizzas y recibía el dinero, pero los clientes pronto se empezaron a quejar de sus dedos negros y éste le explicó a su jefe que en su tiempo libre fabricaba sombreros de fieltro. Este empleado fue el que le enseñó el oficio A Carlos Lagomarsino, quien fundó junto a su hermano la empresa en 1891 y la llevó a ser un éxito internacional en pocos años. Recordemos que en esa época y hasta los años ’40 los hombres de Buenos Aires llevaban sombreros en todas ocasiones, al principio de fieltro y más tarde de otros diversos materiales. 

La joven de la provincia de San Luis siguió adelante.

Carlos Lagomarsino sólo vivió cuatro años en la magnífica casa que construyó en 1920. Murió joven, pero dejó mujer y cuatro hijos, que vendieron la casa a un médico. La empresa "Lagomarsino" sigue siendo conocida más allá de las fronteras argentinas.

En la estancia los caballos ya estaban ensillados, los demás jinetes habían llegado y estábamos listos para partir. Jarred, el hijo de Carol, y un joven americano nos acompañaban. No monto a menudo y confiaba en que los caballos me lleven, que no galopen alocadamente ni me despisten. Íbamos por una llanura, unos cuantos jinetes por delante de mí, cuando de repente vi a Tomas y a su caballo saltando por encima de un arroyo. "¿Qué hará mi caballo?" fue mi primer pensamiento, pero no pude pensar en ello mucho tiempo porque mi caballo ya caminaba cómodamente por el agua, se detuvo, sació su sed y siguió su camino. Me tranquilicé. 

Desde el principio de la cabalgata todo el mundo intentaba hablar con todo el mundo. Había una pareja de Nueva York que pasaban su luna de miel y una familia de cuatro de Bath que, como yo, no se sientan a lomos de un caballo todos los días. Al cabo de una hora todo se volvió más y más tranquilo, de vez en cuando nos sobresaltábamos con una liebre, veíamos ciervos pastando entre los arbustos y un cóndor nos sobrevoló en círculos durante un rato. La cordillera de los Andes iba quedando a nuestras espaldas y la inmensidad de la estepa frente a nosotros. 


“The color of that distance is the color of an emotion, the color of solitude and of desire, the color of there seen from here, the color of where you are not. And the
color of where you can never go.”

Solnit, Rebecca. A Field Guide to Getting Lost

Después de más de dos horas, regresamos y todos estábamos deseando comer juntos al aire libre. Carol había preparado el asado con su hija. Había agua y vino, y fruta y tarta de postre. 

Más tarde, cuando los otros ya se habían ido y Tomás decidió echarse una siesta a la sombra, Carol se sentó a mi lado, preparó un mate y empezó a contarme. 

“Ofrecimos las primeras cabalgatas en 1987. Antes, los viajeros sólo querían alquilar caballos para recorrer la zona ellos mismos, pero yo no quería entregar mis caballos a completos desconocidos. Así que mi madre me aconsejó que acompañara a los grupos. Sí, creo que fui una de las primeras en ofrecer cabalgatas en la zona. Al menos las cabalgatas largas de hasta diez días. Cabalgábamos hasta ocho o nueve horas por día, como estaba acostumbrada desde muy chica, hacíamos fuego a la noche, pernoctábamos en carpas y teníamos carne, pan y mate como provisiones, a veces algunas manzanas. Todos los días, carne, pan y mate, eso era todo. La gente estaba impresionada, se sumergía profundamente en la experiencia, se empapaba del entorno, a diferencia de hoy, cuando los turistas reservan una o dos noches como mucho, pero prefieren los viajes de un día. Hoy quieren saber más que experimentar. "¿Qué tamaño tiene la estancia, cuánto tiempo hace que vives aquí?". La gente está más interesada en los números, rara vez alguien pregunta por un árbol o un pájaro. Eso era diferente. 

En verano trabajaba aquí en Bariloche y en invierno en Estados Unidos, en Wyoming, en un rancho de huéspedes. Allí aprendí a hacer mejor las cosas. Reduje las horas de las cabalgatas un máximo de cinco horas diarias, mejoré las provisiones, había más fruta, sándwiches, bebidas y café. La gente estaba contenta. Y nosotros también.“ 

"¿Cuándo empezaste a montar?" 

"Creo que tenía cinco años. No sólo montábamos, el caballo era siempre un medio de transporte. Teníamos que ir a buscar al ganado a los pastos, reparar cercos o construir nuevos. Los peones me llevaban con ellos y mi padre siempre me decía: "No seas una carga para ellos, déjalos hacer su trabajo". 

Así que me callaba, no me quejaba, estaba tan agotada por la noche que justo antes de dormirme pensaba: "Nunca más, ¿por qué? No volveré a hacerlo. Y luego, unos días más tarde, volvía a montar a caballo muy temprano por la mañana y salía con ellos.“ 

“¿Y tu madre, cómo vivía?” 

“Mi mamá sabía todo sobre caballos, amaba la naturaleza, conocía todas las montañas, lagos y ríos del país, pero nunca fue a las montañas, tal vez dos veces a caballo. Creció en Bahía Blanca, en la costa atlántica, fue a Buenos Aires de joven y perdió a sus padres muy pronto, a los veinte años. Cuando su hermano tuvo que alistarse en el ejército, ella no quiso quedarse sola en la gran ciudad y se fue a vivir con una amiga a Bariloche. Fue maestra y luego directora de una escuela privada de Bariloche. Para ella era importante tener una buena educación. Así que nos llevó a Buenos Aires, nos enseñó el Teatro Colón, los museos y los parques. De chica me impresionó, me gustó, me gusta viajar, pero nunca me iría de acá.” 

"Y tu abuela, ¿no fue allí donde empezó todo?" 

"Sí, era una mujer extraordinaria, venía de Suiza, incluso hablaba Schwytzerdütsch. Lo hacía todo ella, aquí no había nada, tenía que hacerlo todo ella. Queso, pan, mermeladas. Recuerdo sus deliciosas galletas, que siempre guardaba en una lata de metal. Y tejía, porque no había nada que comprar. Tejía los jerseys para sus seis hijos, sabía exactamente quién quería un bolsillo en el jersey y quién dos. Tejía calcetines y calzoncillos largos y tenía una huerta. Al principio vivían junto al río Limay, después en una casa grande y moderna en la estepa.” 

“Mi abuelo era un visionario. Tuvo los primeros coches, calefacción central en su propia casa, fue un buen hombre de negocios y artesano, agricultor y ganadero. Operó la primera balsa que cruzó el río Limay y desarrolló un pequeño centro de negocios con un almacén, una carpintería y una oficina de correos en este lugar tan céntrico.” 

“Hoy en día sigue habiendo allí una casa, "El Boliche viejo", que en su día fue una tienda, más tarde un almacén y luego mi taller de cerámica durante unos años. Ahora un inquilino regenta allí un restaurante. " 

Me encanta escuchar y me hace bien que la gente aquí en Argentina se tome el tiempo para contar sus historias. Es entonces cuando salgo de los tiempos acelerados y me asomo a la vida de otro. Una vida alejada de sus orígenes, en busca de un lugar donde echar nuevas raíces, asentarse donde pocos vivían, donde había poco. Muchas personas cuentan aquí historias de emigración, de involucrarse en un entorno natural duro, de luchas existenciales, éxitos y tormentas, pérdidas, visiones y desesperación. 

Ellos fueron los primeros. La primera maestra, el primer herrero, la primera fotógrafa o el primer pianista. El primer médico. Se tendió la primera línea telefónica y alguien tuvo la primera radio. 

Y Carol fue la primera en ofrecer cabalgatas en los años ochenta. Ha conservado este espíritu pionero hasta nuestros días. Hacía tiempo que habíamos abandonado la pequeña sala con grandes ventanales de cristal, estábamos de pie en un fragante prado de flores de manzanilla y Jarred, su hijo, vino a reunirse con nosotros. Con una camisa de franela a cuadros y un sombrero de vaquero, estaba lavando una piel de oveja, quería secarla y curtirla para luego poder coser bolsillos. 

Las sombras se habían alargado, corría una ligera brisa y era hora de despedirse. Tomas se unió a nosotros, nos despedimos, subimos al coche y emprendimos el camino a casa. En el camino vimos a nuestros caballos estaban en un corral, descansando y mordisqueando con mucho cuidado un cardo mariano. Sólo mordían las flores moradas, ya que el tallo y las hojas eran demasiado espinosos. 

El sol había desaparecido tras las nubes. Y sentí que había un anhelo que no necesitaba resolverse. Miré al otro lado del lago y pensé

“Algo está siempre muy lejos.” 

Muchas gracias a mis amigas Carmen Perez y Cecila Davidek que me ayudaron con la traduccíon.

La tierra en un cuadro - Ulrike Arnold

"Trabajo sobre rocas, arena, piedras, polvo, extraigo la esencia, trituro el material con martillo, espátula, mortero y mis manos, raspo, espolvoreo y mezclo. Los granos finos se escurren entre mis dedos. Con agua y aglutinante, se convierten en los colores que dan forma a mis cuadros. Durante días estoy ahí fuera, experimentando el sol abrasador, el viento, las noches frías, buscando la soledad y sintiendo la peculiaridad del lugar. El cuadro surge de mí al aire libre, en conexión con la tierra. Se convierte en la memoria del lugar, es el momento almacenado, compuesto por el material milenario, al que se da una nueva forma sobre una tela de ortiga". 

Ulrike Arnold, Düsseldorf Junio de 2023.

En un caluroso día de verano, visito a Ulrike Arnold en su estudio del casco antiguo de Düsseldorf. Entro en un pequeño patio trasero, me paro frente a un edificio de ladrillo rojo, miro hacia arriba y veo los grandes ventanales de los estudios de varios artistas. En el hueco de la escalera siento el agradable frescor de las viejas paredes. Después de tres pisos, Ulrike Arnold está de pie frente a mí, radiante y abrazándome a modo de saludo. "¿Agua, café o las dos cosas?", me pregunta. Atravesamos una pequeña cocina y entramos en una gran sala de techos altos. Quedamos ante una larga mesa rodeada de los cuadros terrosos de Ulrike: grandes, granulados, en movimiento, ocres y marrones oxidados con destellos verdes y turquesas. 

Inmensos paisajes rocosos se presentan ante mi ojo interior: siento el viento seco, una claridad en el aire y mi propio sentido de la aventura que me había llevado a lugares similares. Conozco estos colores por mis viajes al norte de Argentina y por mis interminables caminatas en de estrechos desfiladeros y valles a través de la inmensidad que me regaló la Patagonia.

Ulrike toca algunos sonidos en su piano, así que puedo recorrer la sala en paz y contemplar a mi alrededor. Mi mirada se posa en finas y secas capas de tierra sobre tela de diferentes lugares de este planeta, momentos espaciales, energía almacenada de lugares de diferentes continentes, fuertes, vulnerables, de piel fina y a la vez sublimes.

Las imágenes de los cinco continentes relacionándose entre sí, contándose su existencia, irradian que es una, nuestra Tierra.

Buscamos el lugar más fresco de sus habitaciones, nos tomamos un café espreso y disfrutamos de una delicia de limón. Ulrike nos cuenta:
"La tierra siempre ha sido el tema de mi pintura. Sólo pinto en el exterior, pasando días y noches al aire libre, experimentando la luz, el viento, el frío, los animales, mi miedo y mi alegría. Con el momento uno y la inmensidad del horizonte a la vista, me siento yo mismo y quiero captar la esencia del lugar. A veces canto, bailo y siento la terrenalidad, convirtiéndome en parte del todo. Así encuentro por un momento mi lugar en el universo".

Hace un tiempo, Ulrike dirigió su mirada al cielo y empezó a pintar con polvo de meteoritos. Trozos, piedras, arenilla del espacio exterior, cometas que han volado millones de kilómetros a través del cosmos, procedentes de galaxias ajenas, todos han penetrado en la atmósfera terrestre a través del escudo térmico después de caer a tierra, encuentran una nueva forma en sus telas.


¿Quiénes somos nosotros cuando miramos este material que no es de esta Tierra?


En un lugar más alejado de la sala hay una imagen de ella que fue creada con colores de todas las partes de la Tierra. Ulrike lo llama "Pintura de un solo mundo". Es enorme y consta de dos partes. Si se pone en el suelo, se ve que es un signo de exclamación. "Prestadme atención", podría ser el mensaje.

Traducción: Cecilia Davidek

Nadar en aguas de la Patagonia

Es suave, sedoso, cristalino, incoloro, azul o turquesa. Cuando no hay viento, es inmóvil y suave. Puede reflejar el paisaje circundante. Los glaciares se deshielan, formando ríos, que caen a las profundidades, el agua sigue fluyendo y acaba primero en un lago. Luego hay un punto en el que el agua se desborda y vuelve a formar un río. Como el Río Limay, que nace en el Lago Nahuel Huapi.  Estos ríos cruzan Argentina y desembocan en el Atlántico. 

Lago Falkner

Lago Mascardi

Lago Mascardi

Quizás no pertenezco a esta tierra, pero sí a estas aguas.

Los lagos de la Patagonia son tan inmensos que en ellos se encuentran las montañas hasta la cima.   Ante mí se extiende una doble belleza sobrecogedora, y nado directamente hacia ella. Su profundidad puede ser aterradora. Los nadadores me han contado que se marean mirando a través de sus gafas por debajo de ellos mientras nadan por la superficie del agua sobre un abismo que encuentran amenazador. Esta profundidad nunca es negra, se vuelve azul cada vez más oscuro a medida que la luz se disuelve en ella.

Pampa Linda


Los lagos de la Patagonia son indescriptiblemente enormes. Lagos glaciares, con una profundidad de hasta 600 metros, a casi 800 metros de altitud, por ejemplo, como el Lago Nahuel Huapi, que conecta la selva valdiviana con la estepa. Hay tantos, tan grandes y tan hermosos. Algunos están a ambos lados de la frontera entre Argentina y Chile y tienen dos nombres distintos.  Montañas nevadas rodean extensiones de agua que parecen una bandeja de plata a la luz del sol.

El agua es pobre en minerales y tiene una temperatura de entre 12 y 15 grados hacia el final del verano. Puedo zambullirme en cualquier momento, en bañador, durante poco tiempo, unos cinco minutos. Si quiero nadar bien, tengo un traje de neopreno con mangas y piernas cortas para el verano. Cuando hace más frío, lo cambio por otro más grueso que me cubre todo el cuerpo.  Un buen gorro de natación hace que no se me moje el pelo. En primavera, cuando el agua está mucho más fría, durante el deshielo, a veces llevo calentadores de pulso cortados de un viejo traje de neopreno. Se me enfrían tanto las muñecas que me duelen. Con esta protección puedo permanecer más tiempo en el agua. 

Pampa Linda

Cerca del refugio Jacob

Lago Nahuel Huapi

Las primeras brazadas siguen siendo un poco agitadas. Mi piel toca el lago, el frío del agua penetra en mí, se me enfrían los ojos, los oídos, incluso los dientes de la boca, a veces duele. La respiración ayuda. Respirar de manera uniforme y moverse con constancia. Poco a poco, el agua penetra en el traje de neopreno. Pequeños riachuelos fluyen sobre la piel y la calientan. Es el calor de mi propio cuerpo el que se extiende entre la piel y el neopreno y se queda.  La sensación es agradable. Avanzo. Miro hacia la profunda oscuridad del lago. Pero también hacia arriba. Conozco mejor la vista del cielo. Siento calor.

Bahia Lopez

Pampa Linda

En la orilla, busco puntos de referencia para mantener la dirección, no nadar demasiado lejos y luego dar la vuelta a tiempo. Al nadar crowl es importante poder recuperar el aire por los dos lados, porque hasta el oleaje más pequeño puede hacerte tragar agua. El agua está limpia. Sigo nadando. 

Estoy sola en el agua. Y esta profunda experiencia de estar sola se transforma en algo completo. Tan plenamente como me siento a mí misma, siento el agua, los rayos del sol sumergiéndose a mi alrededor, el hormigueo de las burbujas bajo el agua, el viento en la cara al salir a la superficie y los latidos de mi corazón. Pero lo que siento con más fuerza, lo que viene de mis propias profundidades y se extiende por mi cuerpo, es un calor denso, un calor seco y reconfortante, que soy yo, que soy yo. 

Nado y nado, los brazos y las piernas se mueven por sí solas, los pensamientos se disuelven, el cuerpo nada con ligereza. El lago me ha acogido, me lleva un poco lejos, una distancia pequeña comparada con su inmenso tamaño. Cuando saco la cabeza del agua y nado hacia el sol, veo estrellas centelleantes en el agua, la luz del sol que se refleja baila sobre una superficie azul sedosa, las pequeñas olas que rompen tienen una brillante corona de espuma blanca. Y yo estoy en medio de todo. 

El calor se mantiene mientras estoy cómoda en el agua. Vuelvo antes de enfriarme. Busco la orilla, pronto siento el fondo bajo mis pies y doy los últimos pasos hasta mi ropa. Entonces, cuando me pongo la ropa, preferiblemente calcetines y un jersey de lana, siento mi propio calor durante un buen rato, cómo se extiende por mí y me hace bien. Echo un último vistazo al lago y me voy a casa.

Laguna de los Tempanos

Muchas de mis caminatas discurren primero por ríos y arroyos, a veces pasan por cascadas hasta llegar a lagunas o glaciares. Mientras camino, busco lugares donde uno pueda meterse en el agua, sin más, sumergirse, refrescarse un momento y volver a salir. Los arroyos forman pequeñas piletas, donde la corriente no es demasiado fuerte, simplemente me dejo llevar. 

"Nos dejamos llevar por la corriente .... Luego me quedé un rato junto al agua. Si delante de mí, en el agua que pasa, está el presente, ¿puede el río llevarse mi pasado? ¿O es el futuro hacia donde fluye? ¿Y de dónde viene? ¿Está el pasado río arriba, hacia la fuente? ¿Puede mi propio pasado fluir más allá de mí?" (de mi libro:”Die Stille kommt beim Gehen” Alemania Marzo 2022)

Rio Traful

Rio Caleufú

Sumergirse en aguas heladas también es posible en otoño e invierno. Siempre es refrescante y revitaliza el alma. La ropa de abrigo y un buen té caliente después del baño son parte de ello, y si luego tengo una habitación caliente, soy feliz. 

Painted into nature

PAINTED INTO NATURE

 

Bárbara Drausal - Pinturas al aire libre

 

„Este no es un bosque, es una galería de arte.” Así anunció el evento la pintora barilochense Bárbara Drausal. Con la ayuda de su familia y amigos, un sábado por la mañana colgamos 48 cuadros en los árboles de un camino a las afueras de Bariloche. Son menos los turistas que los habitantes de la ciudad los que utilizan este camino para correr, pasear o ir en bicicleta. El evento se anunció en la radio y en las redes sociales. Tras meses de confinamiento, la gente disfrutó del verano con o sin barbijo. El día se convirtió en un punto de encuentro, en un volver a verse por fin, abrazarse, tomar mate juntos y comer torta. En los árboles colgaban los cuadros que, con el sol, las sombras y el viento cambiaban constantemente a lo largo del día.

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Sin una buena idea no hay proyectos. Y sin espacio, paz y silencio no hay buenas ideas.

 

¿Y el momento anterior a la buena idea?

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Los cuadros de Bárbara están pintados desde la naturaleza. Así me parece a menudo. Mi mente, que siempre quiere percibir algo concreto, los conecta con lo viviente, con la esencia de la naturaleza. Y ellos mismos están vivos. Su árbol, su volcán, su viento pintado y el agua que fluye se disuelven en la extensión abstracta y, sin embargo, son elementos concretos de esta región, de la extensión de la Patagonia.

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A veces nos cuesta entender que lo humano es lo natural. En nuestra conciencia occidental, la cultura y la naturaleza se ven como algo separado o incluso contradictorio. Sin embargo, ambos nacen y ambos mueren. La cultura y la naturaleza tienen el mismo origen. Nuestro planeta está vivo y el viento tiene espíritu. Muchos dicen, “Eso no es cierto”. Y entonces susurro suavemente, “Y si lo fuera”.

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Los cuadros de Bárbara estuvieron colgados en ese camino durante todo un día. Unos adolescentes en motos de cross se detuvieron, se bajaron y apagaron el motor. Empujaron un poco las motos para que los cuadros no se llenaran de polvo. Se quedaron asombrados.

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Los cuadros están a la venta. Más fotos en barbaradrausal.blogspot.com o en Instagram en barbara_s_drausal

Into the beauty I walk

INTO THE BEAUTY I WALK



Emigrar es una decisión. Inmigrar, un proceso. Así que había decidido seguir a mi marido a Argentina el 25 de diciembre de 2020. Esta vez no podía ingresar como turista, ahora todo era distinto. „Reunificación familiar“ era la palabra clave oficial de la página web de la Embajada de la Argentina. Un camino burocrático con algunos obstáculos.

El viaje que había planeado era efectivamente un reencuentro con mi marido, pero también una separación, ya que nuestros dos hijos se quedarían en Alemania. Así se acordó.

Tenía ya un pasaje a Buenos Aires desde la época del primer confinamiento. Sólo tenía que cambiar la reserva. Debería presentar los siguientes documentos al hacer el check-in en el aeropuerto: el certificado de matrimonio; una carta explicando por qué quería reunirme con mi marido; una copia de su DNI argentino; una prueba PCR de no más de 72 horas; una declaración jurada de mis datos de no más de 48 horas y un seguro de viaje internacional que cubriera los costes de enfermedad por COVID 19.

La víspera de mi salida los periódicos argentinos publicaron que se suspendían algunas rutas de vuelo desde Europa debido a la aparición en Gran Bretaña de una nueva variante del virus. Alemania estaba en la lista. Fue un schock. ¿Significaba esto que no iba a poder entrar? ¿Que mi camino estaba bloqueado? Pensé en tomar algún desvío, pero también esto parecía inútil. Decidí aparentar que todo estaba bien y celebré la Nochebuena en paz y tranquilidad con Matthias y Tomás. Normalmente no suelo recordar las muchas noches de Navidad que hemos pasado juntos, pero no olvidaré fácilmente la intensidad y simplicidad de esas horas. Éramos y somos una familia fuerte, aunque no siempre estemos juntos.

 

A la mañana siguiente Matthias me llevó a la estación. Leyendo las noticias de Argentina en el tren, vi de repente que Alemania había desaparecido de la lista de los países cuyos vuelos iban a ser cancelados. Tenía el camino libre.

 

Llegué al check-in en Frankfurt con mucha antelación y presenté todos los documentos. “¿Motivo del viaje?”, fue lo primero que me preguntó la azafata, antes incluso de desearme “Feliz Navidad”. “Mi marido es argentino, vive allá”, expliqué. La siguiente pregunta me sorprendió mucho: “¿Cuánto tiempo hace que no lo ve?”. ¿De verdad quería saber eso?. “Unos meses”, respondí sorprendida. “Entonces le deseo mucha suerte en su nueva cita con un viejo conocido”. Se rió y me entregó la tarjeta de embarque y mis papeles.

 

El avión estaba prácticamente lleno. Me habían tomado la temperatura dos veces y habían comprobado mis documentos un mínimo de tres antes de permitirme embarcar. Se notaba claramente que yo no era turista porque era la única alemana  entre los muchos argentinos y paraguayos que regresaban a sus casas. Sólo en Ezeiza, el aeropuerto de Buenos Aires, conversé con un joven alemán que iba a visitar a su novia en Córdoba. Esto también era posible y se consideraba reunificación familiar.

 

Como siempre llegué a Buenos Aires por la mañana temprano. Había dormido bien y estaba deseando abrazar a la tía de Martín, una señora de 89 años que tenía ya un confinamiento de más de nueve meses a sus espaldas.  Me recibió  radiante, con los brazos abiertos. Me guardé rápidamente el barbijo en

la bolsa, contenta de encontrarla de tan buen humor. Al mediodía fuimos a almorzar. Las cafeterías y los restaurantes estaban abiertos y yo disfrutaba del calor y de los primeros pasos por la vereda desmoronada, pasando por delante de kioscos, negocios, peluquerías y peluquerías caninas. El ruido de la calle, gente con prisas, sandías apiladas a la venta, todo esto significaba una porción de libertad, tomar un poco de aire y respirar, porque yo venía de un mundo que quería quitarme el movimiento y ya no me permitía caminar y avanzar. Sentía lo que ya sabía de antes: “ si ando, me va bien”. Y todo va un poco mejor.

 

Martha y yo estuvimos contándonos historias hasta muy tarde. Antes había  comprado algo de comida por las calles de Recoleta para el viaje porque al día siguiente vendría a buscarme un amigo a las 6 de la mañana. Teníamos por delante un viaje de 1.700 kilómetros.

 

Desayuné a las 5 de la mañana con Martha, que llevaba una bata japonesa de seda. Sus ojos resplandecían. Me pregunté cuándo fue la última vez que tuvo visita y cuándo fue la última vez que ofreció a alguien una taza de té.

Una hora después, una mañana veraniega de domingo, dejaba una ciudad dormida en un auto repleto hasta el tope. Mariano, su novia Daniela y yo atravesamos Argentina, pasamos por varias provincias, por diferentes zonas horarias y climáticas, bajo un sol abrasador a 38 grados centígrados, por tormentas con relámpagos y granizo y ardientes  vientos tempestuosos. Rara vez nos deteníamos y siempre que yo manejaba algo poderoso se agitaba dentro de mí. Mi libertad interior revivía a la vista de la interminable pista de asfalto que se extendía ante mí. Sólo durante la pandemia he tomado conciencia realmente de lo importante que es para mí la libertad, mi libertad de pensar por mí misma y de actuar. En otros momentos de crisis ya había practicado el arte de estar presente en el momento y a la vez reflexionar sobre lo que está pasando. Sentir y comprender al mismo tiempo puede trascender la desesperación.

 

Mi corazón me mostró el camino. Sabía que dejaría la pampa en algún momento y que vería los Andes nevados. A veces contaba flamencos, ovejas o vacas. Otras veces soñaba con un después mejor.


Una vez cuando atardecía, iba detrás de un camión escoltado por delante y por detrás por autos de policía. Al llegar a un control fronterizo entre dos provincias el camión se detuvo, salieron los policías del puesto y, mínimo tres de ellos, hicieron fotografías del camión. Yo no entendía nada, sólo esperaba que no me controlaran porque no me había registrado oficialmente para pasar las fronteras entre las provincias. El camión se puso de nuevo en marcha, todos se despidieron amistosamente y a mí me dejaron pasar.

Sólo mucho tiempo después, en Bariloche,  vi una foto del camión en el periódico. Era la primera entrega de la vacuna que llegaba a la Patagonia.

 

 

El Paso del Córdoba

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Ya tenía algunas excursiones más cortas a mis espaldas cuando Silvana me llamó. Quería hacer una gira de tres días conmigo. Pasaríamos las noches en la naturaleza o en un camping, tendríamos que llevar provisiones y, según anunció, iba a hacer muchísimo calor. Acepté inmediatamente. Dos días más tarde atravesábamos el Valle Encantado a lo largo del río Limay hasta Confluencia, donde nos desviamos por un camino de ripio. El río Traful serpenteó junto a nosotras durante un tiempo, antes de que la ruta se adentrara gradualmente en las montañas.

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El Paso del Córdoba conecta Traful con San Martín de los Andes. En el río Caleufú nos detuvimos. Después de un baño en el azul helado continuamos. Nuestro destino era un camping a orillas del lago Filo Hua Hum. Sólo habíamos encontrado un auto durante todo el viaje, pero ahora en el camping volvimos a encontrarnos con otras personas. Tuvimos suerte porque quedaba aún un lugar para nosotras a orillas del lago.

Todavía teníamos un poco de tiempo antes de que se pusiera el sol. Caminamos alrededor del lago, recogimos menta de agua en el río, observamos a los pescadores con mosca, comimos las bayas oscuras de la planta de berberis y simplemente miramos hacia el cielo, donde gradualmente aparecieron las primeras estrellas. El zumbido de las libélulas, el salto de las truchas y los gritos de los teros  saciaron mi nostalgia de la realidad.

 

Silvana había traído un guiso vegetariano, que calentamos. Bebimos un vaso de vino y pusimos agua a hervir en el fuego para preparar una tisana con las hojas de menta fresca. Yo dormí en la carpa y mi amiga argentina junto al agua, en una funda de vivac hecha por ella misma.

 

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A la mañana siguiente salimos temprano. En línea recta, siempre en dirección al Cerro Falkner, una montaña que ya pertenece a la región de San Martin de los Andes. Hacía mucho, mucho calor y tuve que hacer más pausas de lo habitual.

 Hacia el mediodía me acosté bajo un árbol después de un pequeño almuerzo,  queso, pan de nueces y mermelada de frutillas (bebíamos siempre el agua de los ríos y lagos). Pensé en Matthias y Tomás en su casa de Alemania, en mis amigas y amigos. El significado de las palabras “confinamiento, prohibición de contacto, grupo de riesgo, distanciamiento, prohibición de viajar, etc.” quedaba tan lejos que  hacía tiempo que había olvidado dónde estaba mi barbijo, y no temía contagiarme de Silvana porque ella misma había enfermado violentamente de COVID unos meses antes y se había repuesto totalmente. Supuse que su cuerpo estaba lleno de anticuerpos. De todos modos, ella estaba más en forma y era unos años mayor que yo. Me había contado sus crisis vitales, y cuando tuve que volver a refrescarme la cabeza con el agua del lago, porque de lo contrario podría haberme  desmayado, recordé una frase que me había dicho un amigo en cierta ocasión :

 

“Cuando algo en tu vida se derrumba, y puede haber cientos de escenarios, siempre es una oportunidad para profundizar aún más en la vida.”

„Bueno, Luca“, pensé, „prepárate, sigue, sólo puede ser más intenso“.

El camino de regreso estaba inundado por el azul de los lagos y del cielo. Las rocas brillaban con el calor. Me dolía el cuerpo, pero no me importaba.

 A la mañana siguiente me apetecía desayunar en la terraza de la recepción del camping. El café me activaría la circulación y en mi nariz  seguía el recuerdo del olor a pan casero que había visto el día anterior en la cocina. Convencí a Silvana, que agarró inmediatamente su celular porque sólo allá se tenía Internet, al menos a veces.

 

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Conocí a Natalia, la nuera de la dueña del camping. Estaba dando una mano aquí durante el verano, nos sirvió el desayuno y nos hizo algunas sugerencias para las excursiones, pero luego nos habló de ella misma. Estudiaba en la universidad y estaba haciendo la tesina sobre el impacto de la pandemia en el turismo. Deseaba que los viajes tuvieran más sentido y que la gente tuviera una visión más intensa de lo diferente, lo desconocido y lo nuevo. Para ella, viajar significaba llegar a uno mismo, sin importar a dónde se fuera. Y estaba muy contenta de que los argentinos no “se escaparan” a Miami o a Uruguay este año, sino que conocieran mejor su propio país. Al pensar en esto, me acordé de los 81 millones de alemanes que debían viajar todos al mismo tiempo sólo por Alemania. ¿Cómo se suponía que iba a funcionar eso?

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El deseo de la gente de nuevos horizontes, de lo desconocido y lo nuevo permanecerá siempre. Forma parte de la esencia, de la vida.

 

Volví a nuestra parcela, desmonté la carpa, cargué todo en el auto y esperé a Silvana, que había vuelto a desaparecer brevemente en las montañas.

 

Hacia el mediodía emprendimos el camino de vuelta a casa. Estaba lista para ver, explorar y cruzar nuevos horizontes, sola o con Silvana.

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Cuando nos acercábamos a Bariloche y volvimos a tener conexión a Internet

sonó el celular de Silvana. Su hermana nos llamaba para invitarnos a recoger frambuesas en su jardín

 

Me permitieron llevarme a casa más que suficientes.

 

De Bariloche a Puerto Blest

Una caminata invernal

Hace unas semanas volví a Bariloche y hace unos días noté por primera vez un temblor de tierra. Lo sentí en todo el cuerpo y en la taza de café, que estaba sobre la mesa, se formaron pequeñas ondas. No se derramó nada porque estaba medio vacía. En un primer momento me asusté pero todo pasó rápidamente.

Comprendí que nunca pisaría terreno firme. La Tierra es así.

En el periódico del día siguiente encontré una noticia breve. Había sido un temblor de intensidad 6 en la escala de Richter y el epicentro estaba al otro lado de los Andes, en Chile, a unos 150 km en línea recta.

Ya desde mi llegada, el volcán Villarrica en Pucón, también en Chile, estaba en alerta naranja.

Y ayer en la Antártida se desprendió un iceberg gigantesco de la plataforma de hielo flotante del Polo Sur. Estas cosas pasan, no tienen nada que ver con el cambio climático, según la opinión de los científicos.

Un trozo de hielo diecisiete veces más grande que París anda flotando ahora por las aguas del Antártico. Se irá derritiendo lentamente. La Tierra es así.

Estos acontecimientos no se comentan mucho acá, acaso una mención de paso, pero a nadie le preocupan mucho. A mí tampoco.

Susana, una amiga de Bariloche, me había preguntado si quería hacer con ella una excursión de dos días. Iríamos a Puerto Blest en barco por el lago Nahuel Huapi. Allí hay un pequeño hotel inmerso en los Andes desde el que se pueden hacer algunas excursiones increíbles. Dije enseguida que sí, por supuesto.

Pasó a buscarme al día siguiente. El pronóstico del tiempo no era bueno: se esperaba lluvia, nieve y frío. Metí más equipaje de lo habitual para estos dos días.

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Nos adentramos diez kilómetros en las montañas, dejamos el auto en un estacionamiento vigilado del pequeño “Puerto Pañuelo”, enfrente del grandioso hotel Llao Llao y embarcamos en un moderno catamarán.

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Saliendo del puerto pasamos junto a un impresionante barco antiguo llamado “Modesta Victoria”. Esta embarcación tiene más de ochenta años y aún sigue transportando diariamente a turistas a las islas del lago.

Después de que se sancionara por ley la creación del Parque Nacional Nahuel Huapi en 1934, se quiso impulsar también  el desarrollo del turismo en la zona. Por esta razón en 1935 se encargó la construcción del “Modesta Victoria”. La nave fue construida en un astillero de Amsterdam, desarmada y transportada a través del Atlántico. Mientras tanto se construyó en Bariloche un pequeño astillero junto al puerto para rearmar la embarcación a su llegada. La botadura tuvo lugar en 1938 en el lago Nahuel Huapi. En Europa había estallado la Segunda Guerra Mundial y viajar al Viejo Mundo era imposible para muchos argentinos. Ahora viajaban en su propio país. De este modo empezó en Bariloche una floreciente actividad en el sector del turismo.

La mayoría de los pasajeros del catamarán no eran turistas. Había a bordo muchos chilenos que cruzaban de esta manera los Andes para llegar por la noche a Puerto Varas. En ocasiones esta era la única posibilidad de pasar en invierno a Chile por el sur, ya que a diferencia de los pasos por tierra, este paso por los lagos era accesible todo el año.

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El cruce completo comprende cuatro viajes en ómnibus y tres travesías en barco. Es una antigua ruta comercial entre Chile y Argentina. Un brazo del lago Nahuel Huapi se adentra en los Andes desde el lado argentino. Por el lado chileno el lago Todos los Santos penetra hacia el este de los Andes. Entre estos dos grandes lagos se encuentra el pequeño lago Frías y tres tramos por tierra, que se recorren en bus. La región de Puerto Blest es la más lluviosa de Argentina, la selva valdiviana, un bosque frío de lianas, bambú, fucsias, líquenes, helechos y alerces milenarios.

En cuanto subimos a bordo empezó a nevar. Hacía cada vez más viento y frío. A las gaviotas que seguían la embarcación no parecía importarles mucho. Sin embargo el barco tardó bastante más de la hora habitual en hacer la travesía. Me abrigué y subí a cubierta para tomar algunas fotografías. A ambos lados del lago sobresalían del agua oscuras montañas escarpadas parcialmente cubiertas de nieve. Nos encontrábamos sobre el punto más profundo del lago. Había cada vez menos luz y los colores habían desaparecido. El mundo estaba envuelto en tonos entre un blanco mate, el gris de la superficie del agua y el negro de las abruptas pendientes a izquierda y derecha. La embarcación navegaba en una Nada brumosa.

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Tardamos casi dos horas en llegar a Puerto Blest. Primero desembarcaron los viajeros chilenos y cargaron con rapidez el equipaje en unos buses que los estaban esperando. Algunos jugaban con la nieve, no todos iban bien abrigados, muchos llevaban zapatillas o calzado bajo. Probablemente el tiempo les había sorprendido. Susana y yo tomamos nuestras mochilas y entramos en el hotel. Como las camareras de pisos también venían en nuestro barco, tuvimos que esperar una hora antes de poder subir a la habitación. Desde la ventana se veía el lago pero con los copos de nieve apenas se distinguía. Nos abrigamos bien, metimos algo de comer en la mochila y salimos del hotel.

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Lo primero que me llamó la atención fue la calma, el silencio que nos rodeaba. Susana y yo estábamos solas, no había más huellas en la nieve. El sendero se adentraba por un entablonado de madera en la selva valdiviana, siempre verde, subantártica, con una vegetación exuberante ahora cubierta de nieve. Este bosque húmedo se extiende desde la costa del Pacífico en Chile hasta el interior de la cordillera de los Andes y está  considerado como uno de los bosques más frondosos del planeta.

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De pronto oímos cantar a un pájaro. Conocía ya ese sonido de la isla Chiloé.

Era el saludo del chucao, un pequeño pájaro muy difícil de ver. Vive en el corazón del bosque, le gusta anidar en los suelos húmedos y limosos y se mueve con gran rapidez. Entretanto me he familiarizado con su canto y disfruto cuando lo oigo.

Pasamos por la atronadora Cascada Los Cántaros y por unas lagunas. No paraba de nevar. Poco a poco la fría humedad se iba metiendo por nuestros chubasqueros y anoraks, pero no teníamos intención de regresar, hasta que llegamos a un sitio donde Susana dijo: “estamos cerca de la Heladera”. Se refería a la lengua de un glaciar que encontraríamos siguiendo el camino. Como había nevado tanto y solo llevábamos calzado normal de montaña, sin botas de nieve ni crampones en la mochila, decidimos dar media vuelta

Buscamos un lugar seco y sacamos las provisiones. Susana había traído una lata de atún, unas hojas de lechuga, pan y una palta; yo, empanadas caseras rellenas de acelgas, nueces y queso. Habíamos rellenado el termo con agua caliente en el hotel, así que pudimos hacernos una infusión de jengibre.

Y mientras saciábamos el hambre salió un momento el sol, tan intenso, que se desprendía vapor de las camperas mojadas. Sentía el calor del sol penetrando el plumón húmedo de mi anorak.

Volvimos a guardar todo y poco a poco emprendimos la vuelta. Preferimos no hacer pausas porque hacía tanto frío que teníamos que movernos continuamente  para no quedarnos congelada.

En el hotel Puerto Blest nos permitieron extender nuestras cosas mojadas en el piso de la habitación más caliente. Una ducha de agua caliente y una cena deliciosa nos esperaban.

La tormenta de nieve empeoró durante la noche.

A la mañana siguiente había aún más nieve, pero pudimos disfrutar del sol que brillaba en la montaña, en el lago y en el bosque frío.

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Después de desayunar caminamos hasta el lago Frías y lo cruzamos en un pequeño catamarán. Algunos cóndores volaban en círculos sobre nuestras cabezas y un pasajero argentino me contó que estas aves pueden alcanzar una altura de hasta 7.000 m.

El cielo estaba azul y sin embargo no se podía ver la cima del volcán Tronador, unas nubes se habían colgado de sus tres picos. Se adivinaban solamente los glaciares en sus laderas empinadas.

Tras un breve tramo llegamos al embarcadero. Los viajeros chilenos fueron al control fronterizo y a la aduana y después al ómnibus  que los estaba esperando para continuar su travesía de los Andes.

Nosotras habíamos arribado a la estación final. Regresamos en el mismo catamarán, anduvimos por el bosque hasta el hotel y volvimos a casa por el lago Nahuel Huapi.

En Bariloche hacía un poquito más de calor. Pero la selva fría y cubierta de nieve nos había fascinado.

Sapucai, Rio Chubut, Patagonia

SAPUCAI, RÍO CHUBUT, PATAGONIA

Carmen vino a visitarnos unos días en Bariloche. Subimos juntas caminando hasta el Refugio Frey, disfrutamos de las impresionantes vistas desde el Cerro Llao Llao y fuimos con Martín por Villa La Angostura a Chile a bañarnos en unos manantiales de agua caliente. Pero la excursión más emocionante empezó una mañana soleada a la puerta de la casa de nuestra amiga Bárbara.

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A las 9.30 en punto llegaron Flor y Dominique en un pick-up, cargaron nuestras mochilas y comenzó el viaje.

El Bolson

El Bolson

La primera escala era El Bolsón, a 100 km al sur de Bariloche, rodeando lagos por la legendaria Ruta 40 que va desde Alaska hasta Tierra del Fuego.

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Rio Chubut

Rio Chubut

Después de una pequeña parada en El Bolsón abandonamos la Ruta 40 y continuamos hacia El Maitén. Al cabo de algunos kilómetros dejamos la carretera asfaltada y seguimos por un camino pedregoso el río Chubut aguas arriba. Atravesamos la estepa patagónica, conscientes de que más allá del horizonte se alzaban las cumbres nevadas de los Andes, donde nace el río  Chubut, que fluye luego de oeste a este para, tras 800 km de recorrido,  desembocar finalmente en el Atlantico. En la lengua de los tehuelches, los habitantes originarios de estas tierras, “chubut” significa “claro”, “transparente”. Debido a su gran contenido en oro hubo incluso en el curso alto del río una mina de oro, hoy en desuso. Estábamos al final de la primavera y en invierno había nevado mucho por lo que el río estaba crecido. Afortunadamente pudimos vadearlo primero en auto, luego a pie y más adelante a caballo.

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Tras otra hora más de viaje aventurero llegamos por fin a la pequeña granja de Tammy y Dominique, dos casas de madera junto al río rodeadas de álamos y praderas. En los prados pastaban los caballos. Horaldo nos había preparado un asado y en la cabaña estaba puesta la mesa. Con el asado había ensalada, pan casero y agua de limón con menta fresca que crecía ahí cerca junto a un arroyuelo. De postre, un flan enorme.


Sacupai

Sacupai

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No había electricidad ni Internet y mis pensamientos se disolvieron en el polvo en el horizonte montañoso)

Después de comer nos bañamos en el río y nos dejamos arrastrar por la corriente. Mientras caminábamos al atardecer aparecieron las primeras estrellas en el cielo y decidí pasar la noche a la intemperie.

Tenía una buena bolsa de dormir y un gorro de lana. La Vía Láctea pasaba justo sobre mi cabeza y a mis pies brillaba la Cruz del Sur. Me dormí enseguida, hasta las cinco de la madrugada. Vi con alegría que ya salía humo por la chimenea de la cabaña. Flor estaba también despierta y había hecho café.

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A las 9.30 salimos para visitar a los Miranda, una familia de pobladores que vivía  a tres horas a pie río arriba. El abuelo de la familia había emigrado desde Chile para establecerse aquí, en el curso alto del Chubut al pie de la mina de oro abandonada. Además de su casa, los Miranda usaban el cobertizo y la capillita de los antiguos mineros. Blanca había cocinado pasta y Manuel, su marido, había preparado cabrito al horno. Antes y después de comer nos ofrecieron mate. Era la primera vez que Carmen tomaba mate y cometió tantos errores que los dos primos Daniel y Manuel no pudieron contener la risa.

El dueño de la casa, don Manuel, nos mostró su caballo de carreras, que había ganado ya varios premios y después de una pequeña siesta regresamos a la granja de Tammy.

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En Sacupai Horaldo había ensillado ya dos caballos para Carmen y para mí, así que junto con Dominique pudimos cruzar al atardecer el Chubut, esta vez río abajo.

El sol se puso tarde. En la cabaña nos esperaba sobre el fuego una cena deliciosa y esta vez decidí tener un techo sobre mi cabeza para dormir.

A la mañana siguiente, después de un desayuno maravilloso con huevos frescos, Dominique nos llevó felices y contentas de vuelta a Bariloche.

Volveré. Sacupai es un lugar pero también un espacio del alma.

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In the Middle of Germany

Una excursión por las montañas de Rothaargebirge

Eran las semanas más calurosas del año, el termómetro rozando siempre los 40º y pensamos que en Sauerland a una altitud de 800 m quizás haría más fresco. Carmen y yo encontramos un hotelito muy bonito en Willingen y reservamos una habitación para dos noches. 

http://www.angelikas-hotel.de/

Cuando llegamos Angelika y su hija, las propietarias del hotel, nos aconsejaron una ruta de senderismo, Rothaarsteig, de Brilon a Willingen, un recorrido de unos 20 km en su mayor parte por bosque que hicimos ese mismo día.

Angelika nos llevó en coche hasta Petersborn, al sur de Brilon, y allí empezamos. Queríamos llegar al mediodía hasta Bruchhausener Steine, unas formaciones rocosas impresionantes que se ven desde lejos sobresaliendo del bosque. Antes se pasa por las ruinas de un poblado de 1000 años de antigüedad cercanas a una encantadora capilla, la Friedenskirche o iglesia de la paz. Este es un Lugar de Poder, de los que  encontraríamos más a lo largo del camino.

 

En Bruchhausen nos paramos a recuperar fuerzas en el Rosenbogen, un café-restaurante de una finca donde comimos gofres de espelta  con requesón de finas hierbas. Queríamos algo ligero porque realmente hacía mucho calor.

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Desde allí retomamos el camino a Willingen, ahora otra vez muy empinado.

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La siguiente etapa era Richtplatz, a donde llegamos completamente rendidas.

 

Al día siguiente escogimos un sendero por Hochheide, un terreno de brezales, hasta el Langenberg, que con 843 m es la montaña más alta del Norte de Renania-Westfalia. En Willingen hay una estación de esquí y pudimos subir en góndola. Nos sorprendió encontrar tal abundancia de arándanos silvestres a los lados del camino.

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Estos son los bosques de los hermanos Grimm de Göttingen; los bosques por los que paseaba el escritor ya olvidado Jürgen von der Wense; los  bosques que azotó el huracán Kyrill en enero de 2007 a una velocidad de 225 km/hora; bosques en los que se guarda silencio y se escucha a los pájaros.

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Y así el Sendero Dorado o Goldener Pfad resultó ser otra sorpresa que nos invitó a una pequeña meditación contemplando las copas de los árboles. 

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Pasando el Langenberg volvimos al hotel en Willingen.

 

El alojamiento de Willingen fue una buena elección y les agradecemos a Angelika y a su hija el amable recibimiento y el trato recibido.

Del Lago Nahuel Huapi a la Costa del Pacífico

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Siete días en Chile

„Ya solo hago viajes con un significado profundo“ , me dijo hace poco una buena amiga.

Seguimos hablando y olvidé la frase. Después no volvió a surgir la oportunidad de preguntar qué quería decir con eso exactamente. En nuestro viaje de Bariloche a Chile a través de  los Andes me acordaba continuamente de esta frase, sin tener la menor idea de si nuestro viaje tendría ese significado profundo.

Martín y yo salimos de Bariloche por la mañana temprano. Tomamos la ruta 40 por El Bolsón y Esquel, adentrándonos cada vez más en los Andes hasta llegar a la frontera chilena a través de un paso entre las montañas. Hicimos una breve parada y media hora después llegamos a una pequeña y tranquila población, Futaleufú. Era domingo y se celebraban elecciones, en la escuela, la calle anterior estaba cerrada. Había letreros en todos los restaurantes: “Hoy no hay alcohol”.

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Futaleufú

Futaleufú

Pasamos los tres primeros días de nuestro viaje con nuestros amigos argentinos y sus dos niños,  y Víctor, que es muy aficionado a la pesca, encontró enseguida un lugar apropiado en el río. Mientras él pescaba, Martín y yo nos pusimos los trajes de neopreno.

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Rio Espolón

Rio Espolón

 

“¡Vamos, Luca!, allí arriba empezamos a nadar, ven siempre detrás de mí y allá abajo, donde la corriente no es tan fuerte, salimos del agua”.

Sentí una mezcla de miedo y emoción y al mismo tiempo supe cuánto iba a enojarme si no saltaba al agua. No había pasado mucho tiempo desde el deshielo y el agua estaba a unos 4º C.

Había tenido miedo muchas veces en mi vida, por mí y por otros.

Fear can stop you but you can stop fear.

Entonces tomé la decisión y me lancé al agua congelada. En ese momento la corriente me arrastró, a mí, a mi cuerpo y al miedo.

¡Qué sensación tan agradable! Martín nadaba delante de mí, le alcancé y gritó: “ ¡salimos ahí delante!”, porque un poco más abajo estaba Víctor pescando. Di unas cuantas brazadas  y noté de nuevo la tierra bajo mis pies. Volví a meterme enseguida otra vez en el río.

Al día siguiente fuimos hasta Chaitén, una pequeña población en la costa del Pacífico. No había oído hablar nunca de este lugar, solo sabía que desde aquí un pequeño transbordador nos llevaría a la isla Chiloé. Nada más llegar tuve una sensación de opresión“. Aquí hay algo raro”, sentía yo aunque no sabía qué era. Después me dijeron lo que sucedió el 8 de mayo de 2008.

 

Unos días antes del 8 de mayo un terremoto de intensidad 4,1 sorprendió al pueblecito y a sus 3.300 habitantes. Poco después una lluvia de ceniza cubrió la zona con una capa de 15 cm, con lo que el agua potable quedó inutilizada. Se empezó a evacuar a las primeras personas, la mayoría fueron transportadas en barcas a la cercana isla Chiloé. Unos días después el “pequeño” volcán Chaitén entró en erupción. Las masas de lava y de lodo destruyeron trescientas casas.

 

Setecientas personas han vuelto hasta hoy. Algunos restaurantes han abierto de nuevo, así como un hotel, una escuela y un pequeño centro de salud.

 

Chaitén está rodeado de grandes volcanes activos pero nadie contaba con que el más pequeño pudiera producir esa catástrofe ya que la última gran erupción se produjo en 7420 a. C.

 

Por la tarde salió el sol y no había viento así que, por primera vez, pude salir  al Pacífico con la tabla de SUP.

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Nunca podemos saber con seguridad lo que va a pasar.

 

Aunque ya llevo dos semanas en Sudamérica sigo despertándome por las mañanas sobre las cinco o las seis. Esa mañana también. Entonces me fui a la playa y no podía creer lo que estaba viendo. El día anterior tapado por las nubes, se descubrió de repente majestuosamente  ante mí: la cima del volcán Corcovado. Respiré hondo un par de veces, estaba fascinada y corrí rápidamente a casa a buscar la cámara.

 

¡Qué estupidez correr tras una foto!, porque cuando volví el volcán ya había desaparecido detrás de las nubes. ¡ Qué ilusa! Mientras estoy ahí sentada riéndome de mí misma aparecen de pronto dos delfines por la izquierda y pasan nadando ante mí. Se sumergen, vuelven a emerger, los dos idénticos. Me encanta este saludo y me conmueve en lo más profundo. Ni acordarme de que tenía la cámara en la mano.

 

Por la tarde tomamos el transbordador a la isla Chiloé.

 

Las playas y los mercados son tan divinos como las iglesias.

 

A la vuelta de Chiloé, ya en tierra firme y en dirección norte, llegamos al día siguiente a Tirúa.

 

En la radio sonaba un tango, “Mar de fondo”. Escuchando los bajos del bandoneón me imaginaba las ondas subterráneas, los movimientos profundos del mar, la razón de la existencia.

 

 

Algunos surfistas de Bariloche iban a ir a Tirúa  y para nuestra sorpresa nos encontramos de repente en medio de un festival de windsurf en el que participaba toda la ciudad.

 

Stormy day, happy windsurfer.

 

 

El tercer día continuamos el viaje porque queríamos volver a las montañas, a las Termas Geométricas, cerca de Pucón.

 

Pasamos la noche en Pucón y al día siguiente volvimos a Bariloche atravesando los Andes.

 

La naturaleza puede ser mágica.

 

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Feliz y contenta no me pregunté ni un segundo más por el significado profundo de este viaje.

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#Lightlichtluz

LIGHTLUZLICHT

 

o

Andalucía en la luz del verano

 

 

Es la segunda vez que Martín y yo  vamos en coche a Andalucía y de nuevo nos llama la atención cómo va cambiando la luz en nuestro viaje hacia el Sur. Así como se han establecido zonas horarias con relación a los meridianos, se podría también dividir el eje Norte-Sur en dirección al ecuador en zonas de luz. La primera estaría para nosotros a la altura de Burdeos. Con cielo despejado, al mediodía todo parece de pronto más luminoso y el verde de los pinos es más intenso que en Alemania.

 

La segunda zona de luz la atravesamos en Extremadura el segundo día de nuestro viaje por España.

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Nunca he visto el mundo tan luminoso como aquí. La radio anuncia una ola de calor para los próximos días. Y mis ojos recorren el lejano horizonte infinito.

 

Con tanta luz miro el mundo a través de los rayos de sol y todo parece más transparente, más nítido y claro.

 

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He dejado de usar las gafas de sol pero tengo cuidado de no mirar directamente al sol. Uso una gorra para poder abrir bien los ojos y me asombra cuánta luz son capaces de absorber

 

Con la luz podemos distinguir lo que es.

La luz está viva.

La luz calienta.

La luz ilumina el mundo.

 

Con los ojos me sumerjo en el cielo. O miro desde mi tabla en la profundidad del agua.  Es como si mirara en mi propia alma. Cuanta más luz entra, más clara y profundamente puedo distinguir todo. Y aprendo a respirar la luz del sol, un momento sublime.

 

Suaves olas mueven la tabla.

 

Mi cuerpo reconoce este movimiento y se balancea levemente con el agua.

 

Un mar de luz envuelve el mundo en magia.

 

Vejer de la Frontera

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Wandern and yoga changes body and mind

¡LAS MONTAÑAS SON FABULOSAS!

 

Sucedió en la Veggiworld de Dusseldorf. Carmen y yo entramos muy temprano en el pabellón de la feria y unos pasos más adelante habíamos entablado conversación con el propietario de un hotel, el „Naturhotel Lechllife.

Nos habló de las montañas de Reutte, en el Tirol, de la cocina vegana de su hotel, de las posibilidades de senderismo en la región y de una sala de yoga para grupos.

De repente caí en la cuenta de que tomando el teleférico cercano era posible caminar hasta elValle de Tannheim, el refugio Gimpel y el Rote Flüh, todos ellos lugares que conocía de mi infancia.

Habíamos tomado una decisión. Yoga y senderismo se fundieron en nuestra mente. Carmen estaba entusiasmada. Nuestra próxima meta estaba clara.

De una idea surgió un plan que acabó convirtiéndose en una hermosa realidad y en una aventura.

Seis mujeres más se apuntaron a la excursión.

 

 

El primer día subimos al Gehrenjoch. El Valle del Lech se extendía a nuestros pies y al frente el Gehrenalpe y el pico Gehre. Era un día muy caluroso de principio de verano ylas flores alpinas resplandecían en los prados.

My innermost goes through the silence of nature.

Cuando camino soy consciente de las veces que me pierdo en mi propia razón, enpensar en voz alta o en el parloteo interior.

Solo el camino me trae de nuevo a mí misma - y especialmente el ascenso- ya que ahí me concentro nada más que en mi propia respiración, como en el yoga. Y bajo las imponentes cumbres dirijo toda mi atencióna mi cuerpo. Las piernas saben por sí solas dónde tienen que pisar y qué piedra aguantará mi peso.

 

 

Mi cuerpo había aprendido a sobrevivir en tiempos difíciles pero ahora yo le susurraba que viviera con toda la intensidad, hasta la médula. Era una sensación maravillosa.

Regresamos tras un descanso en Gehrenalpe y esperamos con expectación la primera clase de yoga con Boris.

 

That was one day or day one.

 

El segundo día íbamos más calladas porque el ascenso era más largo. Nuestra meta era el Schneetalalpe, después de pasar por un sendero de montaña en dirección al refugio Gimpel. Desde allí se ve el lago Halden, en el valle deTannheim. Por este valle transcurre la “Vía Salina”, una antigua ruta de la sal.

 

Algunas del grupo hacían trekking por primera vez y otras guardaban un mal recuerdo de la infancia, pero “becoming a beginner again keeps you young”. Y feliz. Era una nueva vieja experiencia y una sensación maravillosa.

 

Y por la tarde, yoga con Boris otra vez.

 

Susann lo expresó de forma certera: “ con Boris nos ha tocado la lotería “

Su “OM” nos abría los corazones desde el primer tono. Las vibraciones en la sala eran palpables- y siguen vibrando en mí-cuando, después de un ejercicio, decía: “make a pillow with your hands and relax…”. Era fabuloso.

 

El dueño del hotel, Manfred Kühbacher, tuvo al día siguiente la genial idea de recomendarnos una sesión de yoga en el Frauensee, a cinco kilómetros del hotel. Este lago es un antiguo lugar de culto celta, tiene 40 metros de profundidad y una temperatura agradable. Es decir,” un lugar de poder”.

 

Carmen me preguntó entonces cómo se reconoce un lugar de poder. La verdad es que yo tampoco estaba muy segura pero la respuesta me salió sin pensarlo :„ cuando sales de allí, tienes una sensación de plenitud“. Y exactamente así fue.

Esta clase de yoga en una pradera de flores, a la orilla del lago y la montaña sobre nosotras fue sensacional, y la tengo grabada para siempre en el corazón.

„ Una gran belleza eterna recorre el mundo„

Rainer Maria Rilke

 

 

Ese mismo día subimos en  teleférico desde Grän hasta FüssenerJöchle y luego caminando hasta Schartschrofen. Christiane, Carmen y yo llegamos hasta la cumbre. En las cimas de los Alpes hay cruces de las que cuelga una cajita metálica para guardar el libro de la cima y donde la gente puede escribir su nombre. En los Andes o en los Pirineos no existe esto.

 

When you go over rocks keep your mind relaxed.

 

Aunque no era una cumbre realmente alta, por un instante notamos sin embargo que es posible superarse a sí mismo y, al mismo tiempo, percibir algo que es más grande que nosotros mismos.  Es una sensación maravillosa.

Mi agradecimiento a Susann, Christiane, Sandra, Katrin, Bettina y Karin.

Y por supuesto a Carmen, porque ir con ella es ir a la montaña con la alegría en persona.

Muchas gracias a todas por estos días espléndidos en Austria.

And next time?

We’ll share the shelter….(de: „Is this love“, de Bob Marley)

 

 

 

Nobody said it would be easy...

Tomás Saraceno en Düsseldorf

 

 

Tomás Saraceno es un arquitecto y artista argentino. Nació en Tucumán y vive actualmente en Berlín. En el museo Ständehaus de Dusseldorf ha suspendido una construcción por la que los visitantes pueden transitar y que ha llamado "in Orbit". (Me imagino lo que ha querido decir con esto y lo he traducido libremente como "estar en su camino"). Sentía mucha curiosidad por verla.

in orbit

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Él mismo describe su obra como " una cósmica estructura abierta, que se convierte en tejido densificado, ramificado, antes de fluir de nuevo hacia las líneas en sus bordes."

 

Para él la instalación visualiza "el continuo espacio-tiempo, la tela tridimensional de una araña, las ramificaciones de la materia en el cerebro, la materia oscura o la estructura del universo. Con "In Orbit" las proporciones entran en nuevas relaciones, los cuerpos humanos se convierten en planetas, moléculas o agujeros negros sociales."

Queríamos tocar la red y movernos por ella, así que fuimos a la exposición.

Primero él y luego yo. Y por supuesto con nuestra nueva cámara.

Con mi ojo pegado al visor, veía a Matthias y notaba como reunía todo su valor para seguir su camino. Me impresionaba, pero mi sistema nervioso temblaba y sentía cada célula de mi cuerpo.

Maybe things can be frightening but they might also be extremely beautiful.

Maybe things can be frightening but they might also be extremely beautiful.

To be absolutely present is like a walk through universe.

To be absolutely present is like a walk through universe.

 

Después subí yo a la red y lo comprendí ,"si me conecto bien entre el cielo y la tierra, lo conseguiré ". La confianza en la vida disipa el miedo.

Fill the gap between you and life

Fill the gap between you and life

If you have nothing to do do it here.

If you have nothing to do do it here.

En el camino conmigo o sola a la Laguna Negra

 

 

Bariloche, Río Negro, Argentina

 

Que una mujer vaya sola no es precisamente lo que se recomienda en Argentina. Esto lo sé y me lo dicen también con frecuencia los del Club Andino, mis amigos y los empleados del Parque Nacional. Pero si no encuentro a nadie que quiera venir conmigo, quedarme en casa tampoco es la alternativa. Así que preparo la mochila y tomo algunas precauciones.

 

Elijo rutas que ya conozco, sé a partir de qué bifurcaciones ya no tengo cobertura, llevo siempre en el equipaje una batería externa, conozco los caminos más fáciles y valorar mi condición física. Le digo a Martín adónde voy y a qué hora pienso volver. Y otra cosa más: salgo más temprano que los argentinos, así siempre hay alguien detrás de mí. Y cuando el tiempo es estable me pongo en marcha.

 

Ya con los primeros pasos empiezo a notar algo de esa libertad interior que se experimenta al caminar. En esta ocasión la meta es la Laguna Negra, el refugio Segre. Martín me había llevado hasta el punto de partida del recorrido, un poco más allá de Colonia Suiza. Desde ahí hay que caminar varias horas a lo largo del arroyo Goye hasta una cascada, donde empieza la verdadera subida al refugio.

 

 

Pero apenas había andado unos pasos cuando vi que habían colocado un cartel : " Hoy el refugio está lleno". "Cielos", pensé, y tras meditarlo unos instantes decidí seguir de todas formas, pues ya encontraría un sitio en algún lugar.

 

Así que continúo y poco a poco se va desvaneciendo esa sensación de excitación por lo que estoy haciendo. Martín se ha ido, el camino se extiende ante mí y es en este momento, cuando afuera se ha hecho el silencio, que me doy cuenta de pronto del ruido de mis pensamientos: "¿Llevo todo lo que necesito? ¿Qué hora es? ¿Cuántas horas voy a caminar? ¿Qué hago si arriba efectivamente ya no queda sitio?" Preguntas totalmente inútiles que no me ayudan en lo más mínimo. Las dejo pasar y me concentro en el ritmo de mis pasos, que equivale más o menos a esa atención consciente en la respiración en el yoga. Entonces funciona. Funciona. Y los pensamientos se van.

 

Lo que queda es el silencio, cada vez más presente. Y de esta presencia surge la fuerza para andar, y el sol lo vuelve todo aún más luminoso y hermoso.

 

Han pasado entre dos y tres horas y todavía no me he encontrado a nadie. Me refresca sumergirme unos instantes en el arroyo. Y me viene a la memoria una conversación en Alemania con un médico de cuidados intensivos que me había hablado de su trabajo entre la vida y la muerte. A mi pregunta de cómo podía soportarlo a lo largo de los años me dijo, al tiempo que me mostraba una fotografía de la panorámica de una ciudad, " Este es mi rescuepoint. Aquí sólo soy yo mismo, aquí puedo ser." Le comprendí muy bien. Su lugar de evasión era un apartamento en Montmartre con una amplia vista sobre París.

 

Le comprendí mucho mejor de lo que se imaginaba pues la vida me había deparado profundas crisis, pero lo que siempre me había salvado habían sido esos momentos de retiro al margen de todo, de estar en el punto cero, al que siempre volvía cuanto más me golpeaba la vida. Pues ahí uno no se pierde en el mundo exterior ni tampoco en la razón.

El camino hacia nuestro centro es un camino hacia la libertad interior.

 

El murmullo de la cascada se hacía cada vez más fuerte y enseguida llegué al punto donde el camino sube abruptamente. Saqué los bastones de la mochila y comencé alegremente el ascenso. La senda subía y subía siguiendo el arroyo. El microclima cambió levemente y comenzaron a aparecer raras flores.

 

Una hora después llegué al refugio, ubicado idílicamente junto al lago. Abrí la puerta y para mi asombro allí había solo tres chicos, uno de ellos tocando la guitarra. "Everything will be alright". El cartel del valle era para el día anterior, me contó luego el guarda del refugio. La noche anterior se habían alojado dos clases de un colegio de Buenos Aires y al bajar habían olvidado quitarlo.

 

Disfruté de mi suerte, de una taza de té caliente y de una puesta de sol maravillosa. Para cenar había lentejas, pan casero y una copa de vino tinto. Los chicos eran cerveceros de La Plata y los únicos con quien compartí el refugio. El guarda, Julián, era de Buenos Aires.

 

Me acosté temprano pero puse el despertador a las dos de la mañana porque quería ver a toda costa el cielo estrellado.

 

Completamente aturdida me levante, salí al frío y al instante me sentí abrumada ante la vista del cielo nocturno. Hacía mucho tiempo que no veía la Vía Láctea brillar de esa manera.

 

Es en un momento así a más tardar, cuando uno renuncia a querer explicarlo todo. Contemplaba fascinada la extensión infinita, allá estaba el espacio y el espacio estaba en mí. Tranquilizada, volví a la la cama.

 

A la mañana siguiente me despertó el guarda del refugio. Ya eran las nueve y media y quería protestar porque habíamos acordado las siete y media. Julián se rió y dijo que solía hacer eso con los europeos porque siempre iban con prisas y estaban tan estresados. Pero también sabía que yo, a diferencia de los argentinos, iba a querer desayunar y al bajar las escaleras vi que el desayuno ya estaba preparado sobre la mesa. Café recién hecho, el pan delicioso, mantequilla y dulce de leche.

 

Después de desayunar me puse en marcha sin apresurarme, me despedí de los otros y disfruté muchísimo de la bajada.

 

Martín ya me estaba esperando en el sitio acordado y para mi sorpresa me había traído un sándwich, una mandarina y una botella de tónica helada.

 

Unos días después y a tres horas de vuelo de Bariloche, en las calles de Buenos Aires.

 

Un dia a lo largo del Rin

Recorrido por nuestra región

 

Carmen y yo recorremos de vez en cuando el trayecto entre Bad Honnef y Königswinter y como con frecuencia nos preguntan dónde está exactamente, voy a describir la ruta con un poco más de precisión. Dejamos el coche delante del museo de Hans Arp,enfrente del transbordador de Königswinter, y tomamos el tren de Rolandseck a Mehlem, un trayecto de 5 minutos. El tren sale cada hora. En Mehlem solo tenemos que cruzar la calle para llegar al transbordador de Bad Honnef, que nos lleva al otro lado del río a la estación de Drachenfelsen, donde comienza la ruta con el tramo más empinado de todo el recorrido hasta Drachenfelsen. Llegamos arriba después de 30 minutos y, si el tiempo es bueno, se puede contemplar el mayor río de Alemania. Dejamos a un lado el tren de cremallera y nos encaminamos hacia Milchhäuschen.

 

 

Paramos para tomar un café y seguimos después en dirección Bad Honnef (sur) o Löwenburg. La marca del Rheinsteig nos acompaña.

 

Y como ya conocemos bien el trayecto podemos concentrarnos en el camino.

 

También en aquello que encontramos al caminar.

 

 

 Por praderas de árboles frutales y pasando Löwenburg seguimos aún más de tres horas hasta llegar a Bad Honnef sur.

 

 

 El camino nos lleva a través del Muchenwiesental hasta el albergue juvenil de Bad Honnef, donde aprovechamos para tomar algo y para pedir un taxi, que nos lleva otra vez al transbordador. El museo de Hans Arp está enfrente del embarcadero, al otro lado. Parte de la colección de arte se expone en la antigua estación de ferrocarril de Rolandseck. Desde ahí, tomando un ascensor, se llega a una maravillosa construcción moderna con vistas a Siebengebirge y al lugar donde, según la leyenda, luchó Siegfried contra un dragón.

 

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En el museo hay una cafetería y siempre asocio esta cafetería con las charlas con Carmen, nuestra satisfacción y nuestras risas al final de una caminata.

 

 

Porque puede ser ligero, bonito y también dulce de vez en cuando.

From the seaside into the desert

La belleza sin forma

Entre Malibú y Yucca Valley

Cuando comencé este viaje me venía constantemente a la memoria una vieja amiga, no sabía aún por qué. Se llamaba Christina, viajaba con frecuencia y tenía una enfermedad incurable. Cada vez que regresaba de uno de sus viajes, iba a visitarla a Berlín porque me encantaban las descripciones que hacía de ellos. Disfrutaba escuchándola.

Recuerdo sus relatos de Egipto y de Italia. Narraba despacio, muy despacio. Algunas veces se quedaba callada mientras todo lo que había visto y vivido iba tomando forma de nuevo ante su ojo interior. Era tan intenso que, incluso a veces, yo podía ver las imágenes antes de que ella hubiera formulado su historia con palabras.

Ya no recuerdo esas imágenes, pero sí la belleza sin forma de esos momentos.

Cuando Christina venía de viaje con nosotros, había algunos que se enfadaban con ella porque siempre era la última, y se entretenía levantando una piedra por aquí, mirando otra vez por allá . Yo ya sabía entonces que no había nada de malo en ello, aunque el porqué no lo entendí hasta mucho después. Ella intuía que no le quedaban muchos años más y por eso todo lo vivía más lentamente y con más intensidad que nosotros.

Porque cuando no queda mucho tiempo, la solución no siempre es más y más rápido .

Este conocimiento me acompañó en el viaje y fotografié poco pero disfrutándolo, y sobre todo lo bello.

Mi viaje había comenzado en San Francisco y unos días después, en el Joshua Tree Park, leí la frase que Christina probablemente ya conocía entonces.

The faster the eye is moving the less you see.

Cuanto más rápido se mueve el ojo menos se ve.

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Bajamos por la costa hasta Malibú, allí nos quedamos tres días a orillas del mar y seguimos luego, pasando por Los Ángeles, en dirección a Palm Springs hasta nuestro siguiente alojamiento en Yucca Valley, para visitar desde ahí el Joshua Tree Park.

La belleza está en los ojos del que mira.

La belleza se hace visible en el espacio entre dos pensamientos.

Cuando se interrumpe el flujo de pensamientos, pueden surgir por unos instantes sentimientos de alegría, de paz profunda o de inmensa belleza. Estos momentos surgen a veces por casualidad, pero se dan con frecuencia en la naturaleza, en caso de un esfuerzo físico extremo, de rara belleza o de gran peligro.

What is wrong with this photo?

The haze... la neblina, la polución, que se extiende desde Los Ángeles por El Valle de Palm Springs.

What is special with this photo?

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The face... la cara...

What is strange with this photo?

This house lets the outside in, but does it let the inside out?

La casa deja entrar el exterior,¿pero deja salir el interior?

 

Nuestro viaje terminó en San Francisco otra vez. Y aquí me gustó mucho....

Un supermercado latinoamericano con dulce de leche, alfajores y Agua de Florida.

Mi traje nuevo de neopreno, que me sirve para nadar también en agua muy fría...

 

Surfing in Wissant

o “Haz un par de fotos...“

 

Voy a menudo con Martín a Wissant. Él practica el windsurf y yo camino, sola, por la orilla del mar. Casi siempre saco fotos, el mar, la luz y la costa. Son imágenes panorámicas que reflejan especialmente mi propio estado de ánimo, y si las contemplo ahora remueven mi interior, rara vez las viejas heridas, en la mayoría de los casos me alegran y mi corazón se abre con los recuerdos guardados en esas fotografías.

 

En esta ocasión Martín me pidió que le fotografiara haciendo windsurf. Esto supondría un reto especial para mí.

 

Martín es muy bueno practicando windsurf y le encanta cuando hay temporal. Ese día sin embargo tuve suerte porque, aunque hacía viento, estaba soleado. Me abrigué bien, renuncié al desayuno, tenía el sol a mi espalda y avancé un buen trecho. Había marea baja, un poco de bruma y la costa de Inglaterra no se veía a esa temprana hora de la mañana.

 

Nada más podía distraerme y me concentré en este único pensamiento. “Tienen que salir fotos realmente buenas“. Y en la conciencia del momento presente percibí una dinámica enorme de esa intención.

 

Ajusté la cámara en la A de automático  y me concentré en la foto. Hundí los pies en la arena, el agua me llegaba hasta las rodillas, los brazos pegados al cuerpo. Esto me conectó con la tierra y me ayudó a encontrar la mejor posición.

 

Observaba a Martín con mi cámara como a través de un catalejo. Primero me identifiqué con las olas, después con el surfista. Así, muy poco a poco, logré anticipar por una décima de segundo cuándo saltaría. Y cada vez que conseguía captar el momento exacto, habría podido saltar de alegría. Pero esto no era posible porque tenía los pies enterrados en la arena.

Cuando vi después las fotografías, me sorprendí de lo que había logrado y Martín me preguntó, si no tendría ganas yo también de aprender a hacer windsurf.