En el camino conmigo o sola a la Laguna Negra

 

 

Bariloche, Río Negro, Argentina

 

Que una mujer vaya sola no es precisamente lo que se recomienda en Argentina. Esto lo sé y me lo dicen también con frecuencia los del Club Andino, mis amigos y los empleados del Parque Nacional. Pero si no encuentro a nadie que quiera venir conmigo, quedarme en casa tampoco es la alternativa. Así que preparo la mochila y tomo algunas precauciones.

 

Elijo rutas que ya conozco, sé a partir de qué bifurcaciones ya no tengo cobertura, llevo siempre en el equipaje una batería externa, conozco los caminos más fáciles y valorar mi condición física. Le digo a Martín adónde voy y a qué hora pienso volver. Y otra cosa más: salgo más temprano que los argentinos, así siempre hay alguien detrás de mí. Y cuando el tiempo es estable me pongo en marcha.

 

Ya con los primeros pasos empiezo a notar algo de esa libertad interior que se experimenta al caminar. En esta ocasión la meta es la Laguna Negra, el refugio Segre. Martín me había llevado hasta el punto de partida del recorrido, un poco más allá de Colonia Suiza. Desde ahí hay que caminar varias horas a lo largo del arroyo Goye hasta una cascada, donde empieza la verdadera subida al refugio.

 

 

Pero apenas había andado unos pasos cuando vi que habían colocado un cartel : " Hoy el refugio está lleno". "Cielos", pensé, y tras meditarlo unos instantes decidí seguir de todas formas, pues ya encontraría un sitio en algún lugar.

 

Así que continúo y poco a poco se va desvaneciendo esa sensación de excitación por lo que estoy haciendo. Martín se ha ido, el camino se extiende ante mí y es en este momento, cuando afuera se ha hecho el silencio, que me doy cuenta de pronto del ruido de mis pensamientos: "¿Llevo todo lo que necesito? ¿Qué hora es? ¿Cuántas horas voy a caminar? ¿Qué hago si arriba efectivamente ya no queda sitio?" Preguntas totalmente inútiles que no me ayudan en lo más mínimo. Las dejo pasar y me concentro en el ritmo de mis pasos, que equivale más o menos a esa atención consciente en la respiración en el yoga. Entonces funciona. Funciona. Y los pensamientos se van.

 

Lo que queda es el silencio, cada vez más presente. Y de esta presencia surge la fuerza para andar, y el sol lo vuelve todo aún más luminoso y hermoso.

 

Han pasado entre dos y tres horas y todavía no me he encontrado a nadie. Me refresca sumergirme unos instantes en el arroyo. Y me viene a la memoria una conversación en Alemania con un médico de cuidados intensivos que me había hablado de su trabajo entre la vida y la muerte. A mi pregunta de cómo podía soportarlo a lo largo de los años me dijo, al tiempo que me mostraba una fotografía de la panorámica de una ciudad, " Este es mi rescuepoint. Aquí sólo soy yo mismo, aquí puedo ser." Le comprendí muy bien. Su lugar de evasión era un apartamento en Montmartre con una amplia vista sobre París.

 

Le comprendí mucho mejor de lo que se imaginaba pues la vida me había deparado profundas crisis, pero lo que siempre me había salvado habían sido esos momentos de retiro al margen de todo, de estar en el punto cero, al que siempre volvía cuanto más me golpeaba la vida. Pues ahí uno no se pierde en el mundo exterior ni tampoco en la razón.

El camino hacia nuestro centro es un camino hacia la libertad interior.

 

El murmullo de la cascada se hacía cada vez más fuerte y enseguida llegué al punto donde el camino sube abruptamente. Saqué los bastones de la mochila y comencé alegremente el ascenso. La senda subía y subía siguiendo el arroyo. El microclima cambió levemente y comenzaron a aparecer raras flores.

 

Una hora después llegué al refugio, ubicado idílicamente junto al lago. Abrí la puerta y para mi asombro allí había solo tres chicos, uno de ellos tocando la guitarra. "Everything will be alright". El cartel del valle era para el día anterior, me contó luego el guarda del refugio. La noche anterior se habían alojado dos clases de un colegio de Buenos Aires y al bajar habían olvidado quitarlo.

 

Disfruté de mi suerte, de una taza de té caliente y de una puesta de sol maravillosa. Para cenar había lentejas, pan casero y una copa de vino tinto. Los chicos eran cerveceros de La Plata y los únicos con quien compartí el refugio. El guarda, Julián, era de Buenos Aires.

 

Me acosté temprano pero puse el despertador a las dos de la mañana porque quería ver a toda costa el cielo estrellado.

 

Completamente aturdida me levante, salí al frío y al instante me sentí abrumada ante la vista del cielo nocturno. Hacía mucho tiempo que no veía la Vía Láctea brillar de esa manera.

 

Es en un momento así a más tardar, cuando uno renuncia a querer explicarlo todo. Contemplaba fascinada la extensión infinita, allá estaba el espacio y el espacio estaba en mí. Tranquilizada, volví a la la cama.

 

A la mañana siguiente me despertó el guarda del refugio. Ya eran las nueve y media y quería protestar porque habíamos acordado las siete y media. Julián se rió y dijo que solía hacer eso con los europeos porque siempre iban con prisas y estaban tan estresados. Pero también sabía que yo, a diferencia de los argentinos, iba a querer desayunar y al bajar las escaleras vi que el desayuno ya estaba preparado sobre la mesa. Café recién hecho, el pan delicioso, mantequilla y dulce de leche.

 

Después de desayunar me puse en marcha sin apresurarme, me despedí de los otros y disfruté muchísimo de la bajada.

 

Martín ya me estaba esperando en el sitio acordado y para mi sorpresa me había traído un sándwich, una mandarina y una botella de tónica helada.

 

Unos días después y a tres horas de vuelo de Bariloche, en las calles de Buenos Aires.