Dos amigas me invitaron un domingo a almorzar a la estepa, junto a una laguna próxima a una antigua estación de ferrocarril donde ahora funciona una Parrilla, un restaurante donde sirven asado, o sea carne cocinada a fuego directo. Acepté, salimos de la pequeña ciudad y rápidamente nos encontramos en medio de la nada, había viento, estaba seco y polvoriento.
El asador está cerca de las vías del tren, un tren pasa por aquí una vez a la semana de camino al sur. Algunos niños depositan monedas en las vías, para que el tren las aplaste y luego venden o regalan sus tesoros a los huéspedes de la estación, que toman el té en la antigua sala de espera reconvertida y comen sones y deliciosos pasteles. Pero nosotros estábamos allí para almorzar, así que nos dirigimos al gran comedor del restaurante y tomamos asiento.
Ni bien llegamos descubrí un pequeño escenario con un micrófon y altavoces en el otro extremo de la sala. Habría música, pensé, y justo un señor empezó a tocar. Música de bandoneón, sonidos que reconocí de las calles de Buenos Aires y que enseguida me pusieron de buen humor. Me levanté para ver más de cerca lo que estaba escuchando. Tocó un tango, luego un chamamé y otro tango. Tocaba suavemente los botones blancos a ambos lados del bandoneón, que parecía respirar con el ritmo de apertura y cierre. A veces eran movimientos largos y profundos, como un suspiro, y otras veces cortos y rápidos. Algunos temas los tocaba él solo, otros, estaba acompañado por un guitarrista y una joven con un moderno acordeón rojo brillante. A menudo parecía enfocar directamente a sus oyentes, en otros momentos, sonreía y sus ojos brillantes miraban felices a lo lejos, aunque su música fuera a veces triste.
En un breve descanso, tuve la oportunidad de hablar con los músicos y quedé con Vanina, la joven, y Rubén, el bandoneonista.
Una noche de la semana siguiente, me reuní con ellos y Rubén me habló de su bandoneón, de la historia de su vida y de su amor por la música argentina.
Se había cubierto las piernas con un paño de terciopelo rojo oscuro con sus iniciales y, poco a poco, abrió con cuidado un estuche negro, sacó el bandoneón con las dos manos y lo colocó sobre sus rodillas. Sonaron las primeras notas.
"Mi padre me regaló este bandoneón el 11 de noviembre de 1947, cuando yo tenía diez años y ya había tomado algunas lecciones. Al principio quería tocar la guitarra. Mi madre me había llevado a una escuela de música pública cuando de repente oímos una voz de radio en la calle a través de una puerta de entrada abierta. Anunciaron que el curso de guitarra estaba completo. Podíamos volver a casa. Sin embargo, seguí con la música y pensé en comprar el bandoneón que había visto en la casa de un vecino mayor. Mi padre trabajaba en el ferrocarril y casi nunca estaba en casa. Pero en una de sus visitas, volvió con un bandoneón de segunda mano que había comprado a un amigo. Era un "Doble A", llamado así por su fabricante alemán Alfredo Arnold.
Aprendí nota a nota, botón a botón, tono a tono. Hasta que dominé todo el teclado. Cuando la mano derecha podía tocar, la izquierda practicaba. No era fácil abrir y cerrar el fuelle sin mirar los botones. Primero toqué un vals, luego un tango, ritmos muy diferentes. Pronto actué en bodas con mi profesor. En pantalón corto, chaqueta azul y camisa blanca, siempre bien vestido. Así que tocar el bandoneón se convirtió en mi modo de vida, mi pasión".
El primer bandoneón se fabricó en Carlsfeld/Sajonia (Alemania) ya en 1854. Ernst Louis Arnold compró la empresa, de la que se hizo cargo su hijo Alfred Arnold en 1911. Se creó la marca AA, conocida en Argentina como "Doble A", que rápidamente adquirió fama mundial. A principios de los años 30, la empresa producía más de 600 bandoneones al año y exportaba la gran mayoría de sus instrumentos a Buenos Aires hasta la Segunda Guerra Mundial. El "Doble A" era un instrumento hecho a medida para los intérpretes de tango de Sudamérica; su tono agudo no se adaptaba a la música folclórica europea. Para los músicos argentinos, sin embargo, este sonido era único. En Buenos Aires, el bandoneón con las dos A`s curvas se fusionó inicialmente con el tango, y más tarde con el folclore del país.
Rubén Hidalgo se trasladó de Entre Ríos a Buenos Aires, donde actuó en escenarios y en la radio. Sus primeras giras de conciertos por Paraguay, Uruguay y Brasil lo hicieron famoso. Pudo vivir de su música, algo que no todos los bandoneonistas pudieron hacer. Rubén sabía -por Jorge Weckesser, uno de los restauradores y afinadores de bandoneones más conocidos en los años ‘50 y ’60-, que había muchos intérpretes que nunca usaban su instrumento porque no podían permitirse las reparaciones.
Rubén llevó su instrumento al taller de bandoneones de Buenos Aires por última vez en 2018. "Los fuelles son lo más sensible, este sigue siendo el original, solo había que repararlo de vez en cuando", me dijo. Los sesenta y seis botones de nácar seguían, todos, en buen estado.
"Vine a Bariloche en 1977. Si me hubiera quedado en Buenos Aires, tal vez hoy más gente me conocería y me respetaría, y tal vez tocaría mis composiciones", me comentó con cierta melancolía.
Yo ya conocía algunas de sus piezas, por haberlas escuchado en la estepa. "Otoño in Nagaski", un tango que había escrito en uno de sus muchos viajes a Japón, me había llamado especialmente la atención, al igual que el chamamé "Río Limay", dedicado al río que nade del lago Nahuel Huapi.
Rubén tiene ochenta y seis años y es ciudadano illustre de la ciudad de Bariloche. Su hija menor lo acompaña a veces con el violín. Sigue tocando todo de memoria y cada vez se le iluminan los ojos, se ríe y se alegra cuando suena el celular y toma otro pedido para él y su guitarrista.