o “Haz un par de fotos...“
Voy a menudo con Martín a Wissant. Él practica el windsurf y yo camino, sola, por la orilla del mar. Casi siempre saco fotos, el mar, la luz y la costa. Son imágenes panorámicas que reflejan especialmente mi propio estado de ánimo, y si las contemplo ahora remueven mi interior, rara vez las viejas heridas, en la mayoría de los casos me alegran y mi corazón se abre con los recuerdos guardados en esas fotografías.
En esta ocasión Martín me pidió que le fotografiara haciendo windsurf. Esto supondría un reto especial para mí.
Martín es muy bueno practicando windsurf y le encanta cuando hay temporal. Ese día sin embargo tuve suerte porque, aunque hacía viento, estaba soleado. Me abrigué bien, renuncié al desayuno, tenía el sol a mi espalda y avancé un buen trecho. Había marea baja, un poco de bruma y la costa de Inglaterra no se veía a esa temprana hora de la mañana.
Nada más podía distraerme y me concentré en este único pensamiento. “Tienen que salir fotos realmente buenas“. Y en la conciencia del momento presente percibí una dinámica enorme de esa intención.
Ajusté la cámara en la A de automático y me concentré en la foto. Hundí los pies en la arena, el agua me llegaba hasta las rodillas, los brazos pegados al cuerpo. Esto me conectó con la tierra y me ayudó a encontrar la mejor posición.
Observaba a Martín con mi cámara como a través de un catalejo. Primero me identifiqué con las olas, después con el surfista. Así, muy poco a poco, logré anticipar por una décima de segundo cuándo saltaría. Y cada vez que conseguía captar el momento exacto, habría podido saltar de alegría. Pero esto no era posible porque tenía los pies enterrados en la arena.
Cuando vi después las fotografías, me sorprendí de lo que había logrado y Martín me preguntó, si no tendría ganas yo también de aprender a hacer windsurf.